Complicidad de casta con Ortega
El diálogo nacional prometido por el presidente de Nicaragua huele mal
La retórica antimperialista lastra el juicio de buena parte de la izquierda latinoamericana, históricamente rebelde contra las dictaduras castrenses apadrinadas por Estados Unidos, pero incapaz de movilizarse contra el autoritarismo del Gobierno de Nicaragua, que después de haber sofocado a tiros las manifestaciones opositoras completa el desguace con redadas policiales casa por casa. La última reunión del Foro de São Paulo cerró filas con el régimen de Managua, divorciado desde hace casi dos decenios de los anhelos de justicia y transformación social pretendidos por la revolución sandinista de 1979.
El organismo que agrupa a los partidos de la izquierda regional atribuye a la intromisión de EE UU la culpa de la crisis de Nicaragua, país en el que se estaría implementando “la fórmula que viene aplicando el imperialismo norteamericano a los países que no responden a sus intereses hegemónicos, causando violencia, destrucción y muerte mediante la manipulación y la acción desestabilizadora de los grupos terroristas de la derecha golpista”. Por lo tanto, esa derecha lacaya del imperio, amamantada empresarialmente por Daniel Ortega, es la única responsable de la crisis, y el comandante y su lugarteniente Rosario Murillo, sus víctimas.
La izquierda deficitaria en democracia permanece varada en el mutis, el encubrimiento y el miedo escénico; le cuesta reconocer que la revolución que acabó con la tiranía somocista y el intervencionismo yanqui en la tierra de Sandino, se ha transformado en algo que no es ni izquierda, ni progreso, ni democracia. El izquierdismo enrocado facilita la vulneración de los derechos humanos denunciada por los organismos que velan por su observancia, nada sospechosos de ser asalariados del imperio. Tampoco los hermanos Mejía Godoy, el profesor Carlos Tünnermann, ni los intelectuales alzados contra una Administración devenida en camarilla.
Muchísimo menos, los firmantes de un documento muy representativo porque entre quienes lo suscriben, desde el desengaño y la militancia, figuran voluntarios que se han partido el pecho por la justicia social en Nicaragua, maltrecha desde que la pareja presidencial subordinó la lucha contra el subdesarrollo a su permanencia en el poder. Lo perdieron en las generales de 1990 pero maniobraron para ganar siempre. La fórmula fue una alianza con la Iglesia y la gran empresa que despistó al electorado y acabó dinamitando su programa.
La izquierda que calló entonces y no sea capaz de leer esa realidad ahora no tendrá ninguna autoridad, ni deberá extrañarse de que la espontánea sublevación de estudiantes y agrupaciones populares sea pasto de oportunistas y reaccionarios, advierten los firmantes; canibalizarán sus ideales si, frente a la verdad, opta por la complicidad de casta y la lealtad a unas siglas corrompidas. El diálogo nacional prometido por Ortega también huele mal. Probablemente lo ofrezca cuando desde las tumbas de los baleados emerjan la bandera blanca de la rendición y la paz de los cementerios.
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