Algo fue mal
La caída de Lehman Brothers debilitó a las clases medias y la democracia liberal
Decía Orwell que ver lo que tenemos delante exige una lucha continua. Quizás por eso la crisis económica no mostró su verdadera cara de huracán enfurecido hasta la caída de Lehman Brothers, en septiembre de 2008. La política salvó entonces a un sistema económico depredador que había agudizado hasta el límite sus contradicciones. Es una de las conclusiones que conviene recordar ahora que se cumplen 10 años de aquel terremoto que sacudió al mundo: si hay voluntad, poder y política pueden ir de la mano. Pues fueron decisiones políticas las que insuflaron confianza, ese intangible tan preciado, a mercados y agentes financieros, aunque nada volviese a ser lo mismo para nuestras democracias. Después de la crisis volvió esa íntima conexión entre desigualdad y conflicto social.
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Esto que habíamos olvidado con la premisa del fin de la historia, la virtuosa alianza entre mercado y democracia, estalló por los aires cuando reconocimos que el capital campaba a sus anchas dentro de un sistema financiero descontrolado. La lógica del bienestar para todos, impuesta tras la caída del muro de Berlín, escondía un locuaz espejismo: el conflicto social había desaparecido de la agenda política. La crisis financiera iluminó una desigualdad creciente respecto a los más necesitados y a las pauperizadas clases medias. La polarización de rentas no tardó mucho en trasladarse a los fenómenos de polarización política que estamos padeciendo en la actualidad.
Hoy sabemos que debilitar a las clases medias implica debilitar la democracia liberal; que deshacer el contrato social, cuyo máximo exponente fue la Europa de posguerra y su reconciliación del capitalismo con la paz social y la democracia, tiene un impacto directo sobre la estabilidad de la democracia y sus instituciones, y que es un grave problema democrático que una generación entera se vea sin futuro. Pero también explica fenómenos políticos que han cambiado el rumbo de Europa, como el Brexit y el incremento del apoyo a partidos populistas de tendencia autoritaria. Hemos tomado conciencia de la distorsión de los conceptos y valores con los que estábamos observando el mundo: igualdad y libertad, la versión idealizada del intercambio mercantil entre iguales, dio paso a la convicción de que una de las partes del pacto socialdemocrático, las élites económicas, se había desentendido ya del destino de sus sociedades de procedencia.
Fueron los movimientos sociales, guiados por la indignación y la esperanza, quienes repolitizaron la desigualdad, conectando la dignidad política con la radicalidad democrática y la paridad participativa. Fue el momento de Occupy Wall Street, el 15-M y las primaveras árabes, movimientos anticipadores de las formas de transformación social del siglo XXI, apoyadas en las nuevas redes de Internet. Y quizás porque no hay tesis sin antítesis, la efervescencia revolucionaria convivió con una lectura ultra de la crisis: el Tea Party, nacido al calor del fervor más reaccionario, ganó terreno frente a los abanderados del 99%. Su versión más siniestra cristalizaría en los memes de la Alt-right y su trol favorito, Donald Trump.
El triste balance de estos 10 años puede convertirlos en una década perdida, pues resulta evidente que el conflicto social que estalló con Lehman Brothers no ha hecho que revisemos las condiciones económicas que lo hicieron posible. Antes bien, se ha sublimado en una guerra identitaria que evidencia el débil papel de Occidente y, como predijo Tony Judt, nuestra profunda incapacidad para imaginar alternativas políticas.
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