Confianza quebrada
Aunque las instituciones facilitaron salir de la crisis, queda un poso de desafección contra ellas entre los ciudadanos
Hace diez años el mundo registraba el colapso financiero más importante desde el que dio origen a la Gran Depresión. La quiebra del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers es el episodio que define el inicio de esa crisis en su epicentro, el sistema financiero de EE UU, el más avanzado y sofisticado del mundo. Pero también hace diez años es cuando el contagio a otros sistemas se acentúa, de la mano fundamentalmente de la erosión de la confianza en el seno de la comunidad bancaria. Y conceder crédito no es otra cosa que confiar.
Fue el caso de la eurozona. Aunque las primeras señales de infección directa de las hipotecas subprime en los balances de algunos bancos europeos llegaron un año antes, fue algo más tarde cuando se secaron los flujos de financiación interbancaria, especialmente para aquellos bancos, como los españoles con gran volumen de activos vinculados al sector inmobiliario en su balance. Y con una dependencia del ahorro exterior a todas luces excesiva, determinada por el endeudamiento creciente de familias y empresas. Las consecuencias económicas de esas convulsiones financieras fueron también mucho mayores en aquellas economías con mayor intensidad en la construcción residencial y la promoción inmobiliaria. Nuevamente emerge nuestra economía como protagonista destacada, con una profunda recesión, desempleo en máximos, desplome de la recaudación tributaria y ascenso rápido de la deuda pública, incluso desde niveles muy bajos como los que tenía España.
Las revelaciones del gobierno griego sobre sus anomalías contables incorporaron a ese círculo vicioso esa otra quiebra de la confianza, en la deuda soberana de las economías consideradas periféricas. España también entre ellas. Frente a ese bucle diabólico, la reacción de las autoridades europeas —inspiradas claramente por las alemanas— fue aplicar políticas de austeridad presupuestaria cuyas consecuencias fueron inequívocamente adversas: los propios inversores redujeron su confianza sobre la solvencia de los países, porque “sin crecimiento no se pueden pagar las deudas”. A los gobiernos de España o Italia, los inversores en bonos llegaron a exigirles más de siete puntos porcentuales de prima de riesgo sobre el correspondiente titulo alemán. Esa fue la mayor expresión de que la confianza estaba por los suelos, no solo en la solvencia de esas economías del sur, sino en la propia viabilidad de la unión monetaria.
Solo la declaración del presidente del BCE, a finales de julio de 2012, mostrando su disposición a salvar el euro, es decir a intervenir en los mercados de bonos, contribuyo a recuperar parte de la confianza. A partir de ahí el BCE compensó los errores de la política presupuestaria haciendo simplemente lo que sus colegas la Reserva Federal estadounidense o el Banco de Inglaterra había aplicado años antes. También tratando de fortalecer parte de la arquitectura de la unión monetaria, mediante la creación de la Unión Bancaria y arbitrando planes de rescate, también aquellos sectoriales, como el vehiculado a través de la línea de crédito concedida al gobierno español para recapitalizar el sistema bancario.
Fue esa recuperación de la confianza, y su explícita contribución en forma de tipos de interés históricamente bajos y compras masivas de deuda publica e incluso privada por el BCE, un factor esencial en el abandono de la profunda recesión. Fueron las instituciones, en definitiva, las que facilitaron la salida de una crisis que además de daños financieros y reales sin precedentes, ha dejado en muchos países un poso de desafección de los ciudadanos respecto al funcionamiento del sistema económico.