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Tribuna
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Proteger la verdad más allá de Trump

La irrupción del presidente de EE UU plantea problemas inéditos para el trabajo cotidiano del reportero. Hoy más que nunca los periodistas debemos explicar con transparencia cómo hacemos nuestro trabajo

RAQUEL MARÍN

Los reporteros Michael Rothfeld y Joe Palazzolo desvelaron el 12 de enero en The Wall Street Journal que un abogado próximo a Donald Trump había pagado 130.000 dólares a una actriz porno un mes antes de las elecciones para que no contara que habían mantenido una relación sexual.

El Wall Street Journal es un diario conservador y es propiedad del magnate Rupert Murdoch. En sus editoriales ha defendido los intentos de Trump de desmantelar la reforma sanitaria de su predecesor o su decisión de abandonar el Acuerdo de París. Eso no evitó que sus reporteros publicaran la exclusiva que ha empujado al presidente hasta el precipicio de la destitución.

A menudo, leo que los periódicos de EE UU o sus reporteros libran una cruzada ideológica contra Trump. No es cierto. Ni los reporteros ni los periódicos tienen una ideología uniforme y, en cualquier caso, esa ideología es irrelevante. Ningún diario serio deja de dar una noticia porque no case con su línea editorial. La misión de la prensa en Estados Unidos no ha cambiado en este año y medio. Tampoco sus controles de calidad. Un ejemplo son los textos de revistas como Atlantic o The New Yorker. Varios editores afinan el enfoque y reescriben los textos. Al final, se los envían a una persona que coteja todos los datos y solicita al autor la transcripción de las entrevistas que hizo y un teléfono donde pueda encontrar a cada interlocutor. No son procesos infalibles, pero están diseñados para que no se publique algo que no es verdad.

La elección de Trump tampoco ha cambiado la estructura de los diarios. Su línea editorial no la marca el director, sino un equipo independiente que solo depende del editor de la publicación. Es ese equipo el que escoge a los colaboradores ocasionales y a los columnistas. Directores como Dean Baquet o Marty Baron coordinan la información del diario, no sus páginas de opinión.

El triunfo republicano y la convicción de que muchos estadounidenses viven en burbujas ideológicas ha empujado a algunos medios a añadir voces distintas en sus páginas de opinión. The New York Times ha contratado a colaboradores conservadores como Bret Stephens o Bari Weiss. Algunas voces de la izquierda han criticado esa decisión pero se ajusta a la misión que estableció Adolph Ochs cuando compró el periódico en 1896: “Invitar a un debate inteligente desde todas las corrientes de opinión”. Lo que sí ha cambiado en este año y medio son los insultos de Trump contra los periodistas y que son inéditos en un presidente e indignos de su responsabilidad. Otros presidentes se quejaron de artículos críticos. Ninguno deseó su cierre, insultó a sus periodistas o amenazó con quitarles la credencial.

Defender la libertad de prensa en EE UU no es una proclama hueca. Al menos 24 periodistas han sido agredidos este año

Esa conducta no es casual. La hemos visto en líderes autoritarios en países como Venezuela, Filipinas o Perú. Trump apunta contra las instituciones cuyo control no tiene a su alcance: los servicios de espionaje, los tribunales, los diplomáticos, las universidades, el Ejército o el FBI.

Cada una de esas instituciones cumple una función distinta, pero todas tienen algo en común: en una sociedad cada vez más polarizada, quienes las gestionan hacen su trabajo con independencia y sin dejarse llevar por criterios ideológicos. Profesores e investigadores se rigen por el método científico. Jueces y policías hacen cumplir la ley. Espías y diplomáticos velan por proteger los intereses de EE UU y su seguridad. Los reporteros son una pieza esencial en ese engranaje: investigan esas instituciones y se aseguran de que hacen su trabajo con independencia, y no en su propio beneficio o en el beneficio del partido en el poder. En un espacio público lleno de voces interesadas, los buenos reporteros son casi los únicos actores cuya única misión es el servicio público: asegurarse de que los ciudadanos pueden distinguir la mentira de la verdad. “Los reporteros construyen el mundo de los hechos y no son lo mismo que esa ciénaga difusa y amplia que llamamos los medios”, decía hace unos meses el historiador Timothy Snyder.

La distinción de Snyder es importante. Ni todos los periodistas ni todos los medios son iguales. Es hora de deslindar el trabajo de los buenos reporteros de lo que no es periodismo: los histriones que pueblan algunas tertulias televisivas, los medios que viven del opaco pesebre del erario público, los mercenarios que publican basura o noticias sin contrastar. La culpa no siempre es de políticos o de empresarios. Muchos medios son cómplices de su descrédito al mezclar podredumbre con caviar.

La irrupción de Trump plantea problemas inéditos para el trabajo cotidiano de los reporteros. Nunca un presidente dijo tantas mentiras: 3.001 hasta el 1 de mayo de este año, según el recuento de The Washington Post. Cubrir a Trump requiere distinguir sus ocurrencias de sus políticas públicas y evaluar en cada caso si merece la pena reproducir su último tuit.

En un entorno hostil, los reporteros publican historias que mejoran las vidas de personas concretas

Cada texto está expuesto a críticas legítimas, pero también a las presiones de quienes viven de alimentar la cólera de los extremos: centros ideológicos, fundaciones opacas, activistas y sí, también medios (o seudomedios) que viven de alimentar la polarización. Hoy más que nunca los periodistas debemos explicar con transparencia cómo hacemos nuestro trabajo y elegir con tiento las palabras con las que describimos la realidad.

Defender la libertad de prensa en EE UU no es una proclama hueca. Cuatro periodistas y una empleada de ventas de The Capital Gazette de Annapolis fueron asesinados el 28 de junio por un tipo furioso por un artículo. Al menos 24 periodistas han sido agredidos este año y muchos más han recibido amenazas de grupos racistas, sobre todo en los Estados del Sur. Aun así, la prensa ha seguido haciendo su trabajo, en ocasiones en medio de despidos, del acoso de sus dueños y de represalias ideológicas y casi siempre con menos recursos para averiguar la verdad.

En ese entorno hostil, los reporteros publican historias que mejoran las vidas de personas concretas. The Miami Herald reveló los abusos que sufren los jóvenes en los reformatorios de Florida. Una serie de la radio pública investigó por qué EE UU es el país donde más mujeres mueren al dar a luz y descubrió que al menos la mitad de esas muertes se pueden prevenir.

El impacto de nuestro trabajo se mide por ese tipo de investigaciones mucho más que por las palabras de un editorial. Publicarlas requiere tiempo, recursos y respaldo de los propietarios. Los periódicos de Estados Unidos han perdido miles de periodistas en la última década, pero nunca han tenido tan clara su misión.

Angustiado todavía por el impacto de la propaganda durante la I Guerra Mundial, el influyente periodista Walter Lippmann publicó en 1920 el libro Liberty and the News con el ánimo de impulsar un periodismo más próximo al rigor del método científico y más independiente del poder. “No podemos luchar contra las mentiras que nos envuelven paseando nuestras opiniones”, escribió Lippmann. “Las opiniones verdaderas solo pueden prevalecer si se conocen los hechos a las que se refieren. Si no se conocen, las ideas falsas son tan efectivas como las verdaderas, si no más”. Como periodistas, proteger y difundir esos hechos debe ser nuestra misión.

Eduardo Suárez es periodista y coautor del libro Marco Rubio y la hora de los hispanos. En 2014 ganó el Premio García Márquez de periodismo y en 2016 cubrió la campaña presidencial de EEUU para Univision.

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