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Columna
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Verdades históricas

El salto al establecimiento de una versión oficial de la Guerra Civil encierra riesgos

Antonio Elorza
Entrada al Valle de los Caídos.
Entrada al Valle de los Caídos.SERGIO PéREZ (reuters)

Como para tantos otros españoles de la generación de la inmediata posguerra, mi imagen de la Guerra Civil y del franquismo se encuentra estrechamente ligada a experiencias familiares. En lo fundamental, una larguísima represión: habiendo sido oficial del Ejército Popular y miembro del comité de UGT que socializó la Bolsa de Madrid, mi padre se salvó como topo del fusilamiento, pero aun sin ser acusado de nada, no recuperó su empleo en Bolsa hasta 1976. Siendo también antifranquista, mi madre aportó una corrección oportuna: el horror que le causaba la conducta de su hermana, casada con un militante de Artes Blancas de UGT, gran persona él, cuando por las mañanas de 1936 iba con sus compañeras a la Casa de Campo a ver los “fiambres”, los cadáveres de los supuestos facciosos paseados durante la noche anterior.

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La responsabilidad de la Guerra Civil está clara, así como la voluntad de aniquilamiento del otro que presidió antes y después de 1939 la estrategia de Franco y sus seguidores. No hace falta Comisión de la Verdad alguna para establecerla y una labor historiográfica ejemplar —de Ángel Viñas e Ian Gibson en adelante— no ha dejado dudas al respecto, por si los propios verdugos no hubiesen sido suficientemente explícitos. Falta eso sí la acción de resarcimiento de las víctimas, en especial lo que en un artículo coescrito con Lola Ruiz-Sergeieva llamamos “el honor de los muertos”, como mínimo unas tumbas dignas, unos lugares de memoria y, dentro de lo factible, la revisión de condenas. Solo con esa restauración de la justicia y la clarificación definitiva en curso estarán sentados los supuestos para una reconciliación fundada sobre la verdad histórica.

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Así las cosas, el salto al establecimiento de una versión oficial, de Estado, encierra riesgos. Primero, han transcurrido ocho décadas, y resulta ya imposible proceder a la ingente y necesaria labor de documentación oral que pudo ser llevada a cabo en Chile o en Sudáfrica. Los testigos han muerto. Segundo, ¿hasta qué punto están dispuestos los grupos políticos herederos de entonces a asumir culpas, e incluso crímenes, de sus correligionarios? El ministro de Justicia anarquista García Oliver, cubriendo los desmanes de los suyos, las patrullas de control de la FAI, la responsabilidad comunista de las sacas asesinas de noviembre del 36 (más Nin) o incluso, en otro orden de cosas, la traición patriótica del PNV a la República que desembocó en la rendición de Santoña, integran un panorama abierto a los historiadores, que resultaría explosivo —o más probablemente falseado— como versión de Estado. Y al activo revisionismo profranquista, desbordando a Stanley Payne, ¿cómo excluirle de la Comisión?. Tendríamos un 1936 imaginario. Recordemos “Rashômon” de Kurosawa. Valdría más ceñirse a un museo del franquismo.

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