Penicilina
El pasado no puede ni debe borrarse, pero estamos obligados a incorporarlo sin pátinas exaltantes
Cuando Alexander Fleming agradeció el Premio Nobel de 1945 no dejó de advertir en su discurso que el mal uso de la penicilina causaría estragos. Las ventajas de su invento se convertirían en inanes si los microbios no recibían una dosis letal que acabara con ellos. Es más, este error permitiría a la inteligencia microbiana hacerse resistente. A día de hoy, la mala administración del medicamento y los excesos de industrias alimentarias y ganaderas están provocando una epidemia notable. Todas las metáforas médicas suele cargarlas el diablo, y más ahora que no hay asociación de pacientes que no exija una rectificación pública cada vez que se utiliza una dolencia clínica para describir algún acto. Nadie quiere reconocerse enfermo, y menos que nadie los enfermos, es decir, todos nosotros.
Pero habrá que asumir los riesgos de enfrentarse a la verdad dolorosa, porque el talento de Fleming en sus previsiones nos obliga a relacionarlo con otros males que afectan a la democracia española. Cuando llega la hora de despojar al Valle de los Caídos de su vitola de exaltación franquista y se percibe la rudeza con que los herederos del dictador, su fundación y sus acólitos se revuelven contra los legisladores democráticos, se evidencia el mismo mal. No se trata de venganza ni de falta de reconocimiento de la trascendencia histórica del franquismo, sino de eliminar algunos detalles estéticos que empobrecen a España cada vez que quiere presentarse en el exterior y en el interior como una democracia ejemplar. Si así lo entendieran el PP, Ciudadanos y la Iglesia católica, se ayudaría muchísimo al futuro próximo del país. Será interesante ver su implicación verdadera con la marca España.
El daño que nos sigue haciendo en el entorno democrático europeo esa impotencia nos recomienda actuar con discreción, pero sin otro freno que el del rigor legal. Se escuchan muchas voces disparatadas con respecto a qué hacer con la megalómana cruz y su entorno. Pero los edificios no ofenden, Alemania e Italia preservan construcciones del tiempo de Mussolini o Hitler con un uso democrático ejemplar, y Francia presume del legado arquitectónico de sus guerras religiosas sin renunciar a ser una república laica. El pasado no puede ni debe borrarse, pero estamos obligados a incorporarlo sin pátinas exaltantes. La democracia española tiene que devolver el cuerpo de Franco al rincón íntimo que elijan sus familiares, pero también devolver a la palabra caído su significado literal: muerto en la defensa de una causa. Escuchemos a Fleming y actuemos a tiempo.
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