La mujer que trae niños al mundo entre montañas de basura
Mak Muji es una recicladora de Yakarta que, cuando no recoge plástico en el vertedero, ejerce de comadrona
Las de Rusmini, —o Mak Muji, como todo el mundo la llama— son unas manos expertas. A sus 55 años, rebusca con pericia entre los desperdicios producidos por los aproximadamente 10 millones de personas que residen en Yakarta, en Indonesia. Como recicladora de basura, revuelve los deshechos del nauseabundo vertedero de Bantar Gebang, situado en el municipio de Bekasi, provincia de Java Occidental, en busca de plástico, tubos fluorescentes, hierro, cobre, neumáticos de coche y bicicleta y teléfonos móviles. Bantar Gebang es el mayor basurero de esta megaciudad asiática: una montaña de 25 metros de altura con una superficie de 108 hectáreas, algo más del tamaño de cien campos de fútbol.
Cuando no anda recogiendo plásticos, Muji practica masajes prenatales para aliviar los dolores de sus vecinas embarazadas. Comprueba con cuidado la posición de los bebés en el vientre de las mamás o les ayuda a situarse cabeza abajo. Y, por último, ayuda a las parturientas durante las fases de dilatación, parto y expulsión de la placenta.
La familia, Muji y las ubicuas nubes de moscas que dominan los alrededores reciben al recién nacido. La vista que conocen los bebés de las recicladoras es el paisaje —por llamarlo de algún modo— del vertedero. Uno de los sonidos familiares es el de los camiones de basura pasando incesantemente a pocos metros de sus casas. La fragancia habitual es el olor de los desperdicios orgánicos en descomposición. La misión de Muji es ayudar a que las nuevas vidas salgan adelante en un cementerio de cosas que se pudren.
La comunidad invisible
“La primera vez que ayudé a dar a luz se trataba de una mujer que ni siquiera podía andar, pero gracias a Dios [inshallah], tuvo un parto normal”, cuenta Muji, que nunca ha estudiado para matrona. Emigró a Bantar Gebang desde Sumatra y aquí empezó a ayudar a jóvenes recogedoras. “Es un don que Dios le dio a mi abuela y yo lo he heredado de ella”, explica.
La actividad de Muji como comadrona del pueblo llena un vacío que afligía a las trabajadoras informales del vertedero. Estas no tienen a su alcance atención sanitaria y la mayoría no dispone de un certificado de nacimiento, ni de ningún otro, lo que complica el acceso a los servicios públicos. Pertenecen a una población invisible que vive en los márgenes de la sociedad indonesia. Pasan desapercibidos para las clases superiores. “Ahí vienen las ratas”, se oye decir de ellos cuando llegan para escarbar entre la basura depositada en las calles. En Indonesia, según Novrizal Taharn, director de Gestión de Residuos en el Ministerio de Medio Ambiente indonesio, podría haber hasta cinco millones de recogedores de basura. Mak Muji es una de los al menos 350.000 que se calcula que viven en Yakarta.
Las recicladoras necesitadas de asesoramiento, consuelo o masajes acuden a la casa de Muji. La mayoría de ellas no puede permitirse pagar un hospital, donde un parto puede costar 1,5 millones de rupias indonesias (unos 90 euros), que es más o menos lo que ellas ganan en un mes. “A veces, las comadronas de los hospitales no son muy tolerantes con la gente como nosotras y sus preguntas pueden hacernos sentir vergüenza”, dice.
No es solo que muchas recicladoras carezcan de documentos de su existencia, sino que además, sus maridos a menudo no permiten que las traten en un hospital público o que unos extraños las escudriñen y las estudien. Y los hospitales están lejos del vertedero y del suburbio. “Tan pronto dan a luz, les digo que registren a su bebé”, afirma Muji. Los certificados de nacimiento ayudan a obtener educación o acceder a ayudas sociales, a salir de este lugar.
Sin embargo, muchos recicladores se resisten a irse de Bantar Gebang. Enfrentarse a la sociedad les produce, a menudo, vergüenza. Situados por debajo de cualquier clase social, carecen de los derechos de los que disfruta cualquier trabajador formal de las clases obreras, medias o altas. Emigrados del campo, atraídos por la perspectiva de una mejor vida, la mayoría se dio de bruces con una megaciudad saturada e incapaz de absorberlos, y han encontrado trabajo y refugio en el vertedero y sus alrededores. Los recicladores ocupan un espacio olvidado entre la ciudad y el basurero, al margen de todo.
Muji llena un vacío que afligía a las trabajadoras informales del vertedero, sin acceso a atención sanitaria
Las residentes de Bantar Gebang recurren a los consejos de Mak Muji en cuanto descubren que están embarazadas y cuando las contracciones advierten de que el parto es inminente. En su pequeña morada, desde la que se ve la montaña de desperdicios y se oyen las excavadoras en marcha, atiende a las mujeres desde hace 13 años. Ha ayudado a nacer a unos 300 niños, es decir, una media de dos al mes.
Su particular destreza le proporciona una posición especial en el pueblo. Saluda a todas las familias con las que se encuentra en los sucios callejones del asentamiento. “Ayudar a pobres que no pueden permitirse pagar un parto hospitalario me enorgullece”, afirma.
Tras más de una década de trabajo, Muji y su esposo han logrado construir una vivienda de ladrillo. Está rodeada de otras todavía precarias, erigidas con una mezcla de bambúes, fibras vegetales trenzadas o materiales plásticos. Algunos tejados están cubiertos con lonas de plástico azul para protegerse de las fuertes lluvias monzónicas. Otras techumbres son de chapa ondulada.
Si no fuese por los dos armarios que dividen el espacio en tres áreas, se podría cruzar la casa en 10 pasos. Uno de ellos separa un primer espacio de la clínica obstétrica, que no es más que una superficie no superior a tres metros cuadrados, con un colchón en el suelo, que sirve también de comedor. El segundo guardarropa separa el dormitorio de matrimonio y la clínica es un espacio junto a la cocina —y también de baño— encerrado entre los dos armarios. No hay ventanas, pero una débil luz se filtra desde la entrada. Del techo cuelga un ventilador que no refresca, pero mantiene alejados los enjambres de moscas.
Solo unas casas más allá, una estrecha carretera asfaltada, una fila de plataneros y mangos, y un gris arroyo jabonoso separan la aldea del vertedero. Puede que esto proporcione una vaga separación visual. Pero el terrible hedor de los residuos orgánicos en descomposición llena el distrito en kilómetros a la redonda. En la clínica de Muji no huele a alcohol antiséptico, hiede a basura.
En su armario, el mismo en el que están los documentos familiares importantes y una televisión, guarda sus instrumentos de matrona. Hay tijeras e hilo para cortar el cordón umbilical, gasa estéril y alcohol para desinfectar el ombligo, aceite para masajes, champú para lavar al recién nacido y una báscula para pesarlo. Guarda también un poco de talco para ponerle en la piel antes de envolver al bebé en el bedong, un colorido paño de tela de batik, cuando las madres salen de la clínica.
A medida que la comunidad crece y el asentamiento se vuelve más estable, la función de Muji resulta más indispensable. Este año, su marido, Pak Leman, de 59 años, está construyendo un segundo piso con ayuda de su hijo para recibir a las pacientes en una zona más amplia, luminosa y separada de los espacios donde ellos habitan.
El pueblo, los recicladores
El vertedero de Bantar Gebang se construyó en 1989. Al principio fue un asentamiento temporal de campesinos que se trasladaban del campo a la ciudad de Yakarta, en rápida expansión, con la esperanza de mejorar su nivel de vida. Pero hoy es un pueblo de entre 1.500 y 2.000 familias que han establecido una comunidad. Hay un parque para niños, una cancha de tierra para jugar al voleibol o al bádminton, un grasiento taller de reparación de motocicletas y una mezquita limpia y penumbrosa. Algunas de las casas están construidas con ladrillo.
Alrededor de la vivienda y clínica de Muji, tres gallinas buscan restos de comida entre decenas de bolsas llenas de plásticos listas para ser clasificadas que ocultan suelas de zapatos, botellas de agua y un surtido multicolor de bolsas de bazares y supermercados. “Distingo 12 tipos de plásticos diferentes solo por el tacto”, comenta, mostrando las palmas de las manos. A pesar de que este material domina el mercado de los recicladores, recogen también latas, tapas de metal, vidrio, neumáticos de coche, bombillas, teléfonos móviles y medicinas. A veces los objetos tienen filo y pueden causar heridas. “Nos llevará 12 días clasificar el contenido de nuestras 32 bolsas”, comenta Mak Muji. “Podemos sacar 100.000 rupias [seis euros] por cada una”.
Clasificar en casa es menos agotador que rebuscar en la montaña de basura. O incluso menos también que trabajar de noche, puesto que la rebusca es una actividad de 24 horas. La clasificación les reporta unos 250 euros al mes que deben servir para mantenerse ella, su marido, dos hijas y un hijo, a dos de los cuales ha logrado mandar a la universidad.
El reto de gestionar la basura del mundo
La lucha contra la creciente producción de residuos y la mala gestión de la basura es un reto en muchas ciudades emergentes. La basura crece a un ritmo mayor que las soluciones para gestionarla. Estas son las condiciones que generan una demanda de recicladores y un mercado para ellos. A pesar de que desempeñan una función vital en el ineficiente sistema de reciclado de Yakarta, los pemulung, término despectivo con el que se denomina a este colectivo en el idioma indonesio, son tratados con poco o ningún respeto.
Y sin embargo, en Yakarta, ahorran anualmente al país al menos 20 millones de euros en importaciones de materias primas al reducir la recolección, el transporte y la eliminación de residuos reciclables. Los recicladores indonesios reducen en un tercio la cantidad de basura que de otro modo se acumularía en los vertederos.
El reciclado manual de residuos genera puestos de trabajo. Y esto atrae población, que tiende a asentarse en las cercanías de los vertederos. El caso de Mak Muji atestigua un cambio. El hurgar en la basura deja de ser una solución efímera y se convierte en una condición estable, con grupos humanos que incluso colonizan el interior del vertedero.
Los recicladores realizan la limpieza de una de las economías emergentes que más crece del mundo
Heru Prasadja, sociólogo de la Universidad Católica Atma Jaya Indonesia de Yakarta, explica que cada vez más personas entran en el sistema de reciclado informal. A menudo, al hacerlo desaparecen del sistema nacional y prácticamente se convierten en fantasmas. No hay normas ni reglamentaciones, el reciclador solo debe responder ante su intermediario local, que a su vez responde ante su jefe, en una rígida jerarquía que va desde el jornalero hasta los pequeños y grandes intermediarios. “Ven oportunidades de obtener dinero en efectivo, ya que no tienen muchas más aptitudes comercializables”, admite Prasadja. Un reciclador eficaz puede recoger hasta 100 kilos de productos en una jornada de trabajo.
Prasadja descubrió que, con una renta familiar media de 200 euros mensuales, los recogedores ganan el salario mínimo establecido en Yakarta para los sectores formales. A pesar de ser un trabajo horrible, insalubre y en ocasiones peligroso, sigue resultando atractivo para los más pobres.
Los artículos que no son reciclables acaban en el vertedero o en los ríos, y de allí van a parar a los océanos. Es el destino de los envoltorios individuales de detergentes, champús y caramelos. O las pilas usadas. Indonesia, que vierte más de 1,3 millones de toneladas de plásticos al océano, es el segundo país que más contribuye a la acumulación de basura en ellos.
En la práctica, los recicladores realizan la limpieza de una de las economías emergentes que más crece del mundo. A medida que aumenta el consumo, también la basura, que crece a un ritmo anual de entre el 2 y el 4%.
Indonesia está lista para consumir, pero sigue sin estar preparada para gestionar los colosales desperdicios que produce. Con más de 64 millones de toneladas de residuos anuales, según datos del Ministerio de Medio Ambiente y Silvicultura, es el mayor productor de basura del sureste de Asia. Al carecer de un sistema de reciclado eficaz, la mayor parte acaba en el vertedero de Bantar Gebang que recibe el 67% de los residuos municipales no clasificados y es el mayor del país. También es la montaña de porquería que hay delante de la casa de Muji.
Bantar Gebang carece de sistemas para evitar la contaminación atmosférica o de las aguas subterráneas. Un caldo hediondo de restos en descomposición con ocasional basura no declarada, como los residuos hospitalarios, se filtra al terreno. El lugar se diseñó en 1988 para recibir un máximo de 4.500 toneladas de basura diarias. Pero recibe más de 7.000 al día.
Una infinita columna de camiones de color naranja vierte incesantemente los residuos al pie de la montaña. Una cadena de excavadoras, precariamente asentadas sobre la montaña organizada en terrazas, mueve toneladas de materiales del fondo a la cúspide. Es una mole móvil e inestable; a medida que el material orgánico se descompone, la maloliente pila va cediendo lentamente. Es un terreno inseguro en el que constantemente se producen accidentes, afirma Prasadja. “La función de los recicladores es crucial. Si no recuperasen materiales, todos los residuos acabarían en el vertedero, o se dispersarían por los ríos o por el campo”.
Annisa Paramita, directora de comunicación de Waste4Change, una ONG que promueve la gestión responsable de residuos en Yakarta, señala que estos profesionales gestionan el 20% de los residuos de la ciudad y mueven un capital aproximado de 2.000 millones de rupias al día [120.000 euros]. “Sin embargo, se trata de un trabajo no regulado. No pagan impuestos y no reciben prestaciones sociales, ya sean económicas o sanitarias”, comenta.
Si los recicladores no recuperasen materiales, todos los residuos acabarían en el vertedero, o se dispersarían por los ríos o por el campo
Heru Prasadja, sociólogo
Los recicladores realizan el trabajo que el Gobierno indonesio intenta a duras penas aplicar con la reforma de 2008 basada en la consigna de las tres R: el plan de reducción, reutilización y reciclado con el que espera disminuir el 30% de los residuos de aquí a 2025, afirma Novrizal Taharn.
Recientemente, la ciudad ha establecido centros de reciclado en los que se invita a los habitantes de un distrito o pueblo a entregar residuos reutilizables a cambio de una compensación económica. Sin embargo, solo 30 de los 200 establecidos en Yakarta están en funcionamiento. Carecen de personal y de maquinaria, admite Paramita.
“En lugar de construir nuevos vertederos o centros de reciclaje deberíamos mejorar lo que ya existe. La infraestructura, sin un sistema organizado que la respalde, no funciona”, se lamenta. En su opinión, el potencial de los recicladores tradicionales es enorme. Una idea sería regularizarlos, proporcionarles servicios sociales como la atención sanitaria y lugares de trabajo limpios y seguros para clasificar los materiales (como los múltiples bancos de residuos no operativos).
Una comunidad que se levanta
Mientras Mak Muji ayuda a las mujeres a dar a luz y muchos refugios se convierten lentamente en casas de ladrillo, hay recicladores que tratan de mejorar su vida. Jamar, por ejemplo, ha plantado césped y un pequeño bonsai en el terreno de delante de su vivienda, de dos metros cuadrados. “Me gusta trabajar en el jardín, me da paz”, declara.
Algunos colocan jaulas con pájaros cantores delante de la casa. Los niños utilizan la basura como parque de juegos y como proveedor de juguetes. En sus hogares, peluches salvados de la insalubre montaña se secan después del lavado.
“Estoy agradecida y feliz de poder trabajar”, dice la comadrona recicladora. “He enviado a mis hijos al colegio y a la universidad, y puedo ayudar a otros”, asegura. A diferencia de la mayoría de los recogedores, Muji impidió que sus hijos pusieran el pie entre la basura, pues cree que la educación es la forma de emanciparse de la pobreza. “Lo que espero para mis hijos es que entiendan la importancia de ir al colegio y perseveren en sus estudios. Podré o no dejarles una herencia material, pero lo importante es el conocimiento”, dice.
Entre cucarachas y motocicletas, consciente de desempeñar una labor vital en su comunidad, Mak Muji es un hilo que contribuye a desarrollar un sentimiento de pertenencia, a convertir un suburbio en un pueblo.
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