Meghan Markle: cien días sin que se rompa el hechizo
La llegada de la actriz estadounidense ha dulcificado la imagen de Isabel II y ha permitido a los británicos un baño de siglo XXI
Es una de las escenas más tiernas y clarificadoras de la serie The Crown, el éxito más reciente de la factoría Netflix que ha reavivado el interés por la familia real británica. La niña Isabel, futura reina, recibe lecciones privadas del vicerrector de la Universidad de Eton. Solo usan un manual, La Constitución inglesa, el mismo del que han echado mano generaciones de monarcas en potencia desde que Walter Bagehot, el legendario director del semanario The Economist, lo escribiera en 1867. “La reverencia mística, la lealtad religiosa, que son aspectos esenciales de una verdadera monarquía, son sentimientos imaginativos que ningún Parlamento puede inculcar en la gente. Lo mismo se adopta a un padre que se adopta una monarquía”, escribió Bagehot.
A medida que los monarcas británicos han ido cediendo sus poderes terrenales en un camino sin retorno hacia el mero simbolismo ha resultado más necesario afianzar, si no la utilidad, al menos la fascinación que despierta una institución cuestionada a diario. Y nada fascina más que un cuento de hadas. Cien días después de la boda del príncipe Enrique, sexto en la línea sucesoria, con la actriz estadounidense Meghan Markle, el baile sigue y el hechizo entre aquellos británicos proclives a dejarse hechizar conserva todo su poder.
Es la segunda vez que una mujer estadounidense irrumpe en la arcaica estructura de la familia Windsor. Las circunstancias, sin embargo, no podrían ser más diferentes. En 1931, el entonces príncipe de Gales, conoció y se enamoró hasta el tuétano de la socialité divorciada, Wallis Simpson. Proclamado rey bajo el nombre de Eduardo VII, tras la muerte de Jorge V, apenas reinó un año. Su voluntad de contraer matrimonio con Simpson forzó su abdicación, un episodio del que la monarquía británica arrastró durante décadas las heridas. Es verdad que no es lo mismo ser el rey que ocupar una relativamente remota posición en la cadena de ascendencia al trono. Pero son muchas más las cosas que han cambiado para que una actriz estadounidense divorciada y con mezcla de raza en su sangre haya sido acogida con júbilo por la familia real y los monárquicos del Reino Unido.
En primer lugar, la Iglesia de Inglaterra ya se deshizo en 2002 de un anacronismo que aún arrasta la iglesia Católica: estar divorciado no es obstáculo para volver a casarse. En segundo, y mucho más relevante, las lecciones aprendidas tras la tragedia de la princesa Diana Spencer han resultado muy útiles en esta ocasión. Lo que en otra época habría chirriado a la encorsetada nobleza británica y al establishment más conservador hoy se abraza como un salvavidas que permita seguir a flote a la monarquía un par de décadas más.
Las extravagancias del padre o del hermano de Meghan, aireadas por la prensa amarilla y las televisiones antes y después de la ceremonia nupcial, han sido pasadas por alto sin mucho escándalo, incluso con cierta sorna por algunos medios, que recordaban que los miembros de los Windsor no se habían quedado muy lejos en los últimos años en lo que a excentridades se refiere. A cambio, todo han sido elogios hacia Doria Ragland, la madre de Meghan, una trabajadora social estadounidense que deslumbró con su elegancia y saber estar el día de la boda; o hacia la propia Meghan, ahora duquesa de Sussex, por la naturalidad con la que parece haberse ganado el afecto de la reina, de sus cuñados y del público británico en general.
Regalo o quebradero
Cien días, en cualquier caso, son pocos días para comprobar si la entrada de la actriz estadounidense en la vida de la familia más escrutada y analizada del Reino Unido será un regalo o un quebradero de cabeza para la institución. De momento, ha servido para dar un cierto baño de modernidad a la imagen de la realeza. Que los duques de Sussex visiten en sus vacaciones de verano a su amigo el actor George Clooney y su mujer Amal Clooney en el Lago de Como, en la región italiana de Lombardía, despierta sin duda más fascinación que una escapada al castillo de Balmoral.
De momento, el glamour incorporado por la pareja de Enrique y Meghan a la familia real no ha reportado más que beneficios. Ha dulcificado la imagen de la reina Isabel, que al parecer hizo enseguida buenas migas con la mujer de su nieto; ha permitido a los británicos monárquicos congratularse consigo mismos por este baño de siglo XXI que supone aceptar con naturalidad la incorporación a la realeza de una divorciada, hija de un matrimonio interracial, actriz y empresaria de éxito en las redes sociales —es decir, una persona normal—; ha dado material de trabajo a los cronistas sociales del Reino Unido —obsesionados de un modo antediluviano con la edad de Meghan y sus decrecientes posibilidades de quedarse embarazada: al menos tres veces se han desatado los rumores solo por el tipo de vestido que llevaba— ;y sobre todo, y quizá sea lo más importante, ha permitido resaltar la normalidad sin sobresaltos con que las tres figuras claves en la monarquía británica están desempeñando sus respectivos papeles en la actualidad.
La reina mantiene una agenda activa, si bien ya solo doméstica, sin viajes al exterior, mientras su consorte, el duque de Edimburgo, de 97 años, vive apaciblemente retirado de la vida pública. El heredero al trono—en teoría—, Carlos, ha recuperado cierto idilio con el público británico, lleva una vida tranquila y cumple discretamente con su cada vez más relevante papel consitucional. Su hijo y segundo en la línea sucesoria, el príncipe Guillermo y su mujer Kate Middleton, el duque y la duquesa de Cambridge, se han adaptado como un guante al rol anodino y exento de sorpresas que se espera de ellos.
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