Pendiente peligrosa
La inmigración no puede convertirse en arma de polarización partidista
El encuentro de hace unos días entre el presidente, Pedro Sánchez, y el líder de la oposición, Pablo Casado, es otro signo de normalidad institucional. Era previsible que no saliera nada concreto, pero el hecho de tratar de algunos grandes temas —la inmigración, Cataluña, Europa, violencia de género, infraestructuras— confirma que hay cuestiones complejas donde las fuerzas políticas están obligadas a buscar terrenos comunes, pactos de largo alcance e, incluso, acuerdos de urgencia. La inmigración es uno de ellos, ahí no existen atajos de ningún tipo ni salidas improvisadas. Y no debería convertirse en materia inflamable de la disputa partidista.
Pero es precisamente la inmigración, la llegada de centenares de miles de personas a las costas europeas —en 2015 fueron casi un millón, luego fueron disminuyendo—, la que los partidos ultraconservadores y xenófobos del continente están utilizando como arma arrojadiza para erosionar los valores de la Unión y como elemento central de estrategias populistas. La extrema derecha está creciendo de manera alarmante en Europa, y lo está haciendo porque la demonización del inmigrante es un arma eficaz para ganar en las urnas. La idea de que, ante unos recursos menguantes, estamos ‘primero nosotros’ cala con facilidad en unos electorados asustados y sin muchas perspectivas. El mensaje de sellar las fronteras viene inmediatamente después.
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Pero no va a arreglar un problema que ha llegado para quedarse y ante el cual no sirven las respuestas que pueda improvisar cada Estado a su albur. Fue el propio Sánchez el que reconoció que en 2050 la población de África iba a ser de 2.400 millones (y 700 la de Europa). Ante ese horizonte, que obliga a respuestas de amplias miras, compromisos leales y grandes sumas para invertir en los lugares de origen, no resulta prudente el gesto de Casado la pasada semana en Ceuta de agitar los peores fantasmas para debilitar al Gobierno por la abundante llegada de inmigrantes. Tampoco es de recibo acusarlo de alinearse con políticas xenófobas, como hizo la vicepresidenta Calvo. Llevar la polarización al terreno de la inmigración es una tentación suicida para el proyecto europeo. Si todavía tiene sentido, el PSOE y el PP, y Ciudadanos y Podemos, están obligados a buscar estrategias que debiliten, y no que refuercen, a la ultraderecha xenófoba.
Un ejemplo lacerante que revela cuán difícil es el tratamiento del problema son los 7.145 niños que hasta junio habían llegado a España. Habrá que debatir cuanto antes todo lo que haya que debatir —si existen recursos para colocar a los recién llegados, si la ayuda a Marruecos de Europa es suficiente, si alguien está dispuesto a financiar un plan Marshall para África, si puede haber campamentos fuera de la UE, etcétera—, pero lo urgente es ocuparse de esos niños. Sin ninguna demora. Porque lo que está ahí en juego es la calidad de nuestra democracia. Y aunque la tarea sea del Gobierno, la democracia es de todos. Y uno de sus deberes es cumplir escrupulosamente los acuerdos internacionales de protección de los derechos humanos.
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