Accesorios que enamoran a los ‘milenials’ (y al planeta)
Zapatillas, chanclas, mochilas, bolsos... Estas marcas no solo han logrado hacerse un hueco en el mercado, también están detrás de iniciativas ecológicas y sociales
Mírate los pies. ¿Llevas sandalias, zapatillas, zapatos? ¿Sabes cómo están hechos, quién los hace o en qué pensó cuándo los diseñó? Seguro que tienes mochila o bolso o algún tote… ¿Has pensado si tienen algo de historia, no solo un proceso que acaba cuando le ponen precio y etiqueta? A veces, detrás de accesorios y complementos, hay algo más que publicidad o movimiento en redes sociales; a veces hay milenials y un compromiso que no se limita a un crédito con el banco.
De la generación Y —más o menos los que hoy tienen entre 18 y 35 años, aunque es imposible encontrar un tramo de edad definitivo— se ha dicho de todo: la revista Time los calificó como "San Yo" allá por 2013, analistas y columnistas los han tachado de narcisistas y blandos, perezosos, orgullosos, quejicas, consentidos… La verdad es que esos millones de jóvenes crecieron en un mundo que les prometía mucho y que cerró el puño justo cuando les iba a tocar a ellos. Cuando era su turno de trabajar, independizarse y vivir, por sí mismos y para ellos mismos, la crisis se puso delante como un miura y todavía anda la lidia en marcha.
Los datos los dibujan con más precisión. Según un estudio de CaixaBank Research, la riqueza neta mediana de los hogares de los milenials es de 3.000 euros frente a los 63.400 con los que contaban los jóvenes de su misma edad una década antes. Y, aunque el 54% tiene un título universitario, el 75% de los que tienen un salario es por un contrato temporal, normalmente con trabajos que están por debajo de esa titulación y malos sueldos. La consultora Deloitte también puso su granito de arena contando cómo viven y son (siempre de forma generalizada) los milenials y en uno de sus últimos informes los esbozó como una generación con un sentido crítico y exigente que supera al de sus progenitores, quieren una vida más personalizada y defienden unos valores de acuerdo con la sociedad y el tiempo en el que viven, entre ellos transparencia, sostenibilidad, colaboración y compromiso social. Y según el Observatorio de la Juventud en España, elegir artículos de consumo que no dañen al medio ambiente, ayudar a quienes viven peor o tratar de comprender las distintas opiniones y formas de vida son algunos de los rasgos más característicos de esta generación.
Bajo ese retrato que hacen los datos hay, obviamente, nombres propios e historias. Entre ellas la de Flamingos' Life, una empresa que empezó con unas cañas en un 100 Montaditos en la primavera de 2015. Carlos García (Elche, 1989) fue el hombre tras la idea, un sociólogo de carrera que arrastró a un amigo, a su hermano, a su padre y a una chica que había conocido en un Blablacar de camino a Granada para crear una marca que tenía que cumplir, en principio, con una sola exigencia, no usar animales. “Acababa de cumplir 25 años y no tenía ni idea de dónde me metía”. Él puso la semilla y cuenta que Álvaro Cabeza (Elche, 1988) —el amigo y por aquel entonces director creativo en Hawkers— puso el “know how”; su hermano, Adrián García (Elche, 1983) se hizo cargo de la primera producción y las primeras inversiones en marketing; e Irene Quiles (Elche, 1988), “fue la primera trabajadora que tuvo Flam”.
La primera línea de calzado fueron unas cangrejeras con suela de esparto que pergeñaron en un garaje. No les pudo ir peor. Fabricaron 5.000 y vendieron 1.500 durante aquel primer verano; perdieron dinero y dejaron la empresa en la quiebra total. “Aunque, a pesar del desastre, a nivel de marketing tuvimos un boom. Fuimos elegidos marca revelación en 2015 y desfilamos en la Madrid Fashion Show y la 080 Barcelona Fashion, tuvimos entrevistas en Vogue y TVE. Todo ello estando arruinados y yo sin mucha idea de gestionar una empresa”. García, fundador y CEO de la empresa, recuerda a diseñadores y modelos en los camerinos de Cibeles aquel año llorando de alegría por haber llegado hasta allí después de llevar años trabajando para ello: “Y nosotros no podíamos valorar todo aquello, solo llevábamos cuatro meses con la marca”.
La historia de Álvaro Cabeza con Flamingos acabó aquel mismo verano. García presentó el proyecto a todas las personas que conocía. Dos amigos se subieron a aquella idea, por muy ilógico que pareciese, fueron Pedro Maciá (1989) y Jesús Román (1988). Al primero lo convenció en un Indian Restaurant, justo antes de que se marchase a Noruega tras terminar Ingeniería: “Como no tenía dinero, le ofrecí acciones de la empresa, y ahora es nuestro director creativo. Y Chus [Jesús Román], trabajaba en una empresa de ingeniería de Barcelona y tras ofrecerle una parte de las acciones de la empresa no se lo pensó, dejó su trabajo y vino a Flamingos a ser nuestro CTO”. Después se unió también Miguel Román, el CFO de la empresa.
Así, a trompicones, sin dinero, sin bancos y sin inversores, tuvieron que buscarse las mañas para encontrar un fabricante que financiara las primeras producciones tras ese primer bache con las cangrejeras. Se recorrieron España en furgoneta y encontraron a Félix, un fabricante de Arnedo que les dio mil facilidades. “Él estaba también en una situación muy mala y necesitaba clientes, así que se juntaron el hambre y las ganas de comer. Lanzamos nuestra primera colección de zapas [las animal free] con un eslogan muy claro: “no matamos animales”.
Entonces llegó la segunda marejada: “La primera producción fue un desastre, de las 1.000 zapatillas que pedimos, 500 estaban mal y las otras 500 las estábamos vendiendo muy rápidamente, por lo que la cosa pintaba mal. Y como no habíamos firmado ningún contrato con el fabricante, teníamos que pagarlas sí o sí, así que les dijimos a los clientes el problema que teníamos (las zapatillas tenían pequeños defectos) y les preguntamos si querían comprarlas al 50% de descuento, hicimos una flash sale de un día y vendimos las 500”. En aquel momento, el equipo de Flam se dio cuenta de que empezaban a tener marca.
Madurar al final es lo que les tocaba, a ellos y, por extensión, a la empresa. Ahora, de aquel inicio quedan las cangrejeras, que suponen un 5% de la facturación anual, y su máxima Animal Free. Con el tiempo fueron fijándose cada vez más en la situación que les rodeaba y decidieron intentar construir una marca no solo sostenible, sino con un impacto positivo para el mundo.
Hace unas semanas lanzaron su primera colección hecha de PET plástico, reciclando las botellas de basura del mar y reconvirtiéndolas en zapatillas. “Además, ahora, en agosto, hemos presentado nuestra primera línea de zapatillas con la suela y la plantilla hecha a partir de materiales reciclados. Lo que para unos es basura, para nosotros es oro”. Oro y limpieza, porque por cada par vendido de la colección Wimbledon se limpian 16 metros cuadrados de océano. En esa línea fue también el acuerdo que el pasado año firmaron con la ONG Eden Reforestation Projects, por el que plantan dos árboles por cada zapatilla vendida: “En 8 meses llevamos más de 42.800 árboles plantados en Nepal y Madagascar y como resultado de esta actividad hemos generado más de 400 días de trabajo entre la población local, lo que ayuda a las economías más empobrecidas a desarrollarse”.
Para García está claro que el mundo se enfrenta a un nuevo paradigma en el consumo, que es necesario abrir vías para reutilizar los desperdicios que generamos, que hay que "devolver" al planeta parte de los recursos que le esquilmamos y que la sociedad necesita de un compromiso global para mejor en todos los ámbitos. Y ahí encontraron su parte social: "A partir de septiembre, la logística de la empresa va a estar gestionada por personas con discapacidad a través de un proyecto de reintegración social para personas que se encuentran muy excluidas del mercado de trabajo".
Desde 2015 su facturación ha crecido como la espuma, de 48.000 euros del primer año a 1,5 millones previsto para este 2018, con alrededor de 60.000 zapatillas y cangrejeras producidas en esos tres años de las que venden, aproximadamente, el 80%. "El otro 20% lo donamos a diferentes ONGs", apunta García. "El pasado abril hicimos una donación de 1.000 zapatillas a PLAES, Elche Acoge y Teadir Aragón". La marca les importa, la facturación les importa y las ventan les importan, sí, pero saben que sin una filosofía detrás, la empresa no hubiese llegado hasta hoy. Dar sentido a un producto que es el resultado de sudar la gota gorda más de un día, de inventar, y de un prueba-error a veces arriesgado pero convencido.
Ese mismo convencimiento tuvo Gloria Gubianas (Barcelona, 1995), que quiso hacer Medicina y, al no conseguir nota, se fue a Nepal aquel mismo verano, el de 2013. El lugar la enganchó. A su vuelta se matriculó en el grado que la Universidad de Mondragón certifica en Madrid, Liderazgo emprendedor e Innovación y un año después, junto a Gala Freixa, Carlos Sandoval y Gonzalo Mestre crearon Sheedo, una empresa que crea papel de “usar y plantar”, hecho con fibras de algodón residual de la industria textil y con semillas en su propia composición para que, una vez utilizado, pueda plantarse. En 2015, y a través de Sandoval, conoció a Álex Pastrana (1994), un ingeniero biomédico, y a Gonzalo Martín (1993), un graduado de Bellas Artes, que acababan de volver de Nepal y estaban con varias acciones para ayudar a la ONG con la que habían viajado.
En esa confluencia de historias y con Nepal como fondo nació Hemper, una marca de mochilas hechas de fibra de cáñamo que tuvo 1.700 euros y mucho tiempo de los tres como inversión inicial. La primera tanda fue de 50 mochilas y cuenta Gubianas que se vendieron rapidísimo. Hasta ahora, llevan vendidas unas 6.000 y en 2017 alcanzaron 180.000 euros de facturación. Calculan unos 500.000 euros para este año, pero lo importante, según Gubianas, es el vínculo que se creó con aquel lugar, que ha empapado todo el proceso posterior. El cáñamo se cultiva y recolecta en los pueblos de las montañas al oeste de Nepal, y una vez hervido (para extraer las fibras) y unido para formar los hilos se lleva a Katmandú. “Allí, las mujeres de una comunidad del barrio de Budhanilkantha, lavan el hilo, lo preparan y lo mezclan en un telar. Y en Thamel, otro barrio, hay sastres que confeccionan las mochilas”.
Quieren promover la economía del lugar y ayudar a los vecinos a mejorar su situación económica y educativa. Son 12 las familias que trabajan en el proceso: “Tenemos beneficios sociales para nuestros trabajadores, por ejemplo con una escuela gestionada donde los hijos de las trabajadoras pueden ir a hacer los deberes con una profesora”. También pusieron en marcha programas de reciclaje con una ONG y colaboran con mejorar la educación del profesorado de Sama Foundation, una pequeña ONG en el barrio de Dahksin Dhoka que se ocupa de la educación y el cuidado de niños de entre 3 y 7 años de aquellas cuyos padres dedican la mayor parte del día al trabajo y no pueden ocuparse de ellos. “A nivel de producción hemos introducido la certificación Fair Trade, para conseguir que todo el proceso sea sostenible y justo, con el medio ambiente y con los trabajadores”. Ahora han creado la campaña #envuelvelomejor para denunciar en redes sociales la cantidad de envoltorios que usamos cada día y proponen una alternativa sostenible, reutilizar las bolsas de arroz que se consumen en Nepal para convertirlas en el packaging con el que envía los productos a sus clientes.
Y algo más cerca y todavía en crecimiento, están Eva Alonso y Gloria María Concha, sobrina y tía, las dos mujeres detrás de Evana & Tía, que nació para ayudar al empoderamiento de mujeres en riesgo de exclusión social y laboral, sobre todo las que ya han cumplido 45 años, uno de los grupos de edad más afectados por el paro de larga duración. Es Alonso quien, al otro lado del teléfono, cuenta cómo fueron las mujeres del módulo de madres del Centro Penitenciario de Aranjuez, en Madrid, el primer colectivo con el que decidieron trabajar. “Nos pusimos en contacto con las autoridades competentes y les pareció una buena idea. A nosotras nos hacía muchísima ilusión e instalamos allí el taller donde ellas trabajan en la última fase de la confección de los bolsos”.
Tienen un objetivo que va más allá de la estancia en prisión de esas mujeres, y es intentar minimizar las dificultades que casi siempre tienen al salir de la cárcel: “Que sigan trabajando con nosotras”. Así ayudan no solo a las madres, sino también a sus hijos. “Es otra forma de consumo, al comprar sabes que esos bolsos tienen una historia detrás y unos beneficios que contribuyen a hacer una sociedad mejor”. Los bolsos y complementos de esta empresa, confeccionados en una primera fase en Ubrique, están además hechos con unos patrones sin costuras para que el montaje sea posible en cualquier taller y por manos con o sin experiencia, porque, a medio plazo, Alonso y Concha quieren crecer. Como Carlos García y el equipo de Flamingos' Life, como Gloria Gubianas y el equipo de Hemper. Y "no solo por pasta", algo que, sin conocerse, han asegurado los tres.
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