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Tribuna
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El momento catalanista

La desesperación unilateralista de Puigdemont y Torra todavía no ha cobrado conciencia de su sabotaje democrático del 6 y del 7 de septiembre. Esos días infaustos partieron por la mitad las reglas del juego democrático

Jordi Gracia
EULOGIA MERLE

En el aire, en las redes y hasta en las imágenes está la evidencia de una reinstalación de la cuestión catalana en carriles políticos, pero es posible también que el mensaje explícito del cambio esté sobre todo en Cataluña y no en el Gobierno de España. La oportunidad de un catalanismo militante ha regresado ante la sospecha silenciosa de los muchos errores estrictamente democráticos cometidos por el unilateralismo. Impulsó un plan de separación de España sin apoyo popular suficiente, sin reconocimiento internacional tácito ni explícito, sin preparación institucional adecuada para hacerlo viable y, en último lugar, pero central, sin haber respetado los derechos, la legitimidad y hasta la misma existencia de más de dos millones de votantes contrarios a la independencia.

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El momento catalanista del que hablo no contiene nostalgia alguna del ventajista peix al cove (pájaro en mano) convergente, ni es una trivial reivindicación de respeto cultural (mejorable, sin duda, pero ampliamente garantizado estatutaria y constitucionalmente). El catalanismo político del que hablo carece de turbulencias étnicas o esotéricas, no prescribe un carácter ni un ser, no predefine opciones políticas o ideológicas. Delimita un espacio político transversal que negocia, defiende y protege la cuota de poder político y económico que corresponde a Cataluña, como sociedad rica, en el contexto de una España democrática cuyo Estado necesita actualizar algunas de sus estructuras tras 40 años de democracia. El catalanismo político puede ser más de derechas o más de izquierdas, puede y debe reivindicar la sede oficial de instituciones comunes, de tribunales, del Senado o de cualquier otra cosa, del mismo modo que reivindica la obvia bicapitalidad cultural de la España contemporánea y el bilingüismo cultural y literario de la sociedad catalana.

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Pero en España conviene recordar también la legitimidad de los partidos independentistas. Lo ilegítimo y antidemocrático ha sido el sometimiento que ha vivido el independentismo a su versión unilateralista: ese es el auténtico agujero negro democrático de los últimos tiempos. Solo puede enmendarse asumiendo la hibris política que partió por la mitad las reglas del juego democrático el 6 y el 7 de septiembre por lealtad a un programa temerario, fraguado hacia 2012 entre las fuerzas hegemónicas del nacionalismo, es decir, Artur Mas y Oriol Junqueras. Una exigua mayoría parlamentaria actuó contra el Estatut y contra la mayoría social en Cataluña, amparándose en el deseo irrefrenable de conquistar la independencia, tanto si nos gustaba a la mayoría electoral como si no. Era y es legítimo gobernar con su mayoría parlamentaria; no es legítimo ni legal inventarse la legislación que legalice la independencia unilateral.

Lo que hay hoy en marcha en Cataluña no es la transición hacia un nuevo Estado

El catalanismo político y el horizonte federal pueden ser la herramienta que altere el mapa político catalán y atraiga al independentismo crítico, receloso o abiertamente espantado ante los métodos del unilateralismo desde las fechas infaustas del 6 y el 7 de septiembre. Por eso lo que hay hoy en marcha en Cataluña no es la transición hacia un nuevo Estado. Su fundamento político es prematuro, inmaduro y socialmente insuficiente, aunque sea imaginable si alcanzase en el futuro la mayoría consistente y continuada que ahora no tiene.

La transición actual consiste en pasar desde la indigencia democrática demostrada por los Gobiernos de Rajoy y de Mas-Puigdemont hacia la exigencia democrática que demandan las generaciones que han crecido y madurado en democracia en España y Cataluña. La normalización política pide la rectificación del unilateralismo, no su ratificación (las palabras son del exconsejero Santi Vila), pero también la asunción explícita por parte de la sociedad española de la complejidad del problema y la necesaria originalidad de las soluciones. No hay tradición política para conflictos de esta gravedad en España (o, mejor dicho, la tradición es detestable). Pero esta es otra transición: menos grave que la primera, pero tan urgente como ella.

De hecho, las máscaras han caído de golpe desde la moción de censura ganada por Pedro Sánchez. La estrategia neoespañolista de Ciudadanos para atraer al votante de un PP carcomido ha dejado a la vista su tacticismo temerario y su alergia al catalán, incluso cuando lo habla La Moncloa, pero no ha restado legitimidad a sus argumentos contra el unilateralismo. La desesperación unilateralista de Puigdemont y Torra todavía no ha cobrado conciencia de su sabotaje democrático del 6 y del 7 de septiembre y mantiene impenitente la fe fiel a un unilateralismo que llaman legitimismo. Pero las cargas policiales y reales del 1 de octubre no redimen democráticamente una votación a la que no estuvimos invitados la mitad de los catalanes.

El reloj ha regresado a la negociación política sobre un conflicto político gravísimo

Tampoco son infinitas las opciones abiertas, pero son muchísimas más que antes, cuando no había ninguna. Hace un mes que el reloj ha dado un golpe de agujas y ha regresado al lugar de donde no debió haberse movido nunca: la negociación política sobre un conflicto político gravísimo (gravísimo porque atañe a la profunda insatisfacción de casi la mitad de catalanes). Se han puesto varias ideas sobre la mesa y posiblemente todas tienen cosas malas y buenas. Programar con tiempo y neutralidad institucional una consulta con dos o más opciones es una de ellas; restituir la legitimidad al Estatut o incluso programar una reforma constitucional controlada en clave federal y hacerla votar en España y en Cataluña es otra; contraprogramar el unilateralismo con una batería vincente de propuestas de negociación no sometida a chantaje es otra. Hay más: unas serán mejores que las otras, pero no es relevante.

Lo relevante es que un cambio de poder y un Gobierno solvente han hecho caer las caretas de dos bandos cargados de intransigencias pasionales. De golpe, todo ese pasado grandilocuente y épico, de un lado, y la intransigencia jurídica del otro, suenan a teatro y comedia, o a tragedia, mejor, inducida por múltiples errores políticos: de menosprecio y oportunismo electoralista por parte del Gobierno de Rajoy, y de populismo arrebatado y adanismo ingenuista por parte del unilateralismo. En parte, el sustrato carlista y creyente de unos y, en parte, el españolismo impermeable a la plurinacionalidad de España de otros, suenan de golpe a cosa tan residual como los telespectadores de 13 Televisión o a cosa tan remota como el peor siglo XIX.

Ni el fundamentalismo jurídico del Gobierno ni el integrismo unilateralista podían prosperar. De ambos discursos rezumaba una flaqueza democrática y una incongruencia conceptual. Precisamente escapar al sueño de esas dos posverdades políticas es algo más que una buena noticia: es la condición para restituir el protagonismo del catalanismo democrático en la política, incluido el independentista. Si tiene razón Oriol Bartomeus en El terratrèmol silenciós, y creo que la tiene, el “imperio de la coyunturalidad” sigue vigente y nada es, todavía, ni fatal ni irreversible. Incluso Vietnam dejó de ser Vietnam, por decirlo como Miquel Iceta.

Jordi Gracia es ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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