Los celos que destruyeron la amistad entre Lope de Vega y Miguel de Cervantes
Se conocieron en la madrileña calle de Lavapiés. Compartieron amistad, inquietudes, llegaron a loarse en sus obras. Hasta que los celos entre estos dos grandes creadores corroyeron su relación hasta fulminarla
ALGUNA VEZ, Lope de Vega y Miguel de Cervantes fueron amigos. Incluso se admiraron mutuamente. Pero solo al principio. Antes de la peor traición que un escritor puede cometer contra otro.
Los dos genios se conocieron en 1583 en la calle de Lavapiés, en casa de Jerónimo Velásquez, quien en términos actuales sería considerado un productor de teatro. Lope tenía un affaire con la hija casada de Velásquez. De hecho, tuvo affaires con casi todas las mujeres de la Península. A su muerte, el dramaturgo dejaría firmadas más aventuras que libros.
Documentadas: dos esposas —una de ellas raptada—, seis amantes, catorce hijos y al menos dos procesos judiciales asociados a sus amoríos. A pesar de sus múltiples distracciones, Lope era un autor talentoso y muy prolífico. Por su parte, Velásquez —productor, al fin y al cabo— no tenía muchos escrúpulos. Según Eduardo Haro Tecglen, el señor le vendió al dramaturgo el amor de su hija a cambio de unas 20 comedias para su compañía.
Cervantes tenía un carácter muy diferente. Aunque 15 años mayor que Lope, no visitaba a Velásquez en condición de consagrado, sino de aspirante. Lope arrollaba con su personalidad. Cervantes se mostraba más reservado. Lope brillaba en los salones de los nobles. Cervantes pasaba penurias económicas. Lope era la gran estrella del teatro popular, se lucía en todos los géneros literarios y escribía decenas de piezas simultáneamente, incluso apócrifas. Cervantes, obligado por la necesidad de trabajo, pasaba largas temporadas sin escribir una línea, y se daba por satisfecho con colocar alguna de sus comedias en la cartelera de su anfitrión.
En el fondo, ambos escritores encarnan el gran conflicto esencial del arte moderno: romanticismo o mercado, expresar el mundo interior o satisfacer al público.
A pesar de todo, esos personajes tan dispares hicieron amistad. Vivieron mucho tiempo en el mismo barrio y se cruzaban con frecuencia. Intercambiaron públicas manifestaciones de aprecio: Cervantes en La Galatea, Lope en La Arcadia. La última evidencia de una buena relación data de 1602, cuando Lope incluyó un soneto de su colega en La hermosura de Angélica.
Contra lo que cabría esperar, no se interpuso entre los dos amigos una mujer. Ni un poderoso rey. Ni sus diferentes concepciones del arte.Quien acabó con su conexión fue un personaje mucho más temible, invencible y feroz: un tal Don Quijote de la Mancha.
Lengua y ojos largos
Entre escritores, no hay nada más insoportable que el éxito de un amigo. Nuestros colegas preferidos son aquellos que comparten nuestro nivel de aceptación social. Con ellos, despotricamos contra los que gozan de más popularidad o prestigio, seguros de que esos advenedizos no lo merecen como nosotros.
Pero cuando el advenedizo es precisamente nuestro amigo, nuestro igual, nos enfrenta a la sospecha terrible de que quizá carezcamos de talento. Pocos espíritus resisten ese embate con generosidad. Es más reconfortante juzgar que el amigo se ha vendido barato al venenoso sistema que antes criticaba.
El Siglo de Oro de las letras españolas no era diferente. Al contrario, en un mundo más pequeño que el actual, las rencillas se potenciaban, y los pequeños desplantes se convertían en atroces afrentas. Nuestros dos autores lo sabían bien. Tomás S. Tómov, que ha dedicado un ensayo filológico a su enemistad, cita a Cervantes en los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro IV, capítulo III: “No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia”. Y a Lope de Vega en La viuda valenciana, acto I, escena IV: “La envidia astuta tiene lengua y ojos largos”.
Lope, en particular, con su carácter extremo, andaba siempre metido en conflictos con colegas y paranoias sobre la envidia ajena, metiéndose en cuanta trifulca literaria pudiese, escribiendo sonetos, cartas públicas, libelos y difamaciones contra quienes designaba como rivales.
Como no representaba competencia real, Cervantes sobrevivió indemne a la furia de Lope hasta que escribió Don Quijote de la Mancha. Pero al parecer, con esa novela cometió el peor error posible: entregarle el manuscrito a su supuesto amigo.
En agosto de 1604, varios meses antes de la impresión, Lope pone a un amigo al día de los próximos lanzamientos literarios, y le anuncia:—De poetas no digo; ¡buen siglo es este! Muchos están en ciernes para el año que viene. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes; ni tan necio que alabe a Don Quijote.
La historia guarda papeles, edificios, incluso ropas y utensilios. Pero no conserva las ideas de las personas. Nunca sabremos si Lope de Vega atacó esa novela por encontrarla infame o notable, por estética o por celos. Sí podemos decir que, en adelante, sus elogios mutuos se transformaron en feroces diatribas.
Si Cervantes le pasó el manuscrito a su colega, debe haber sido para que lo ayudase a conseguir recomendaciones de personajes ilustres. Hoy, los libros se venden con fajas llenas de frases laudatorias de otros escritores. En el siglo XVII, traían sonetos de duques o marqueses. De ser esa la intención, está claro que no funcionó. Al final, el prólogo del Quijote carece de nombres relevantes, algo que Cervantes justifica con sarcasmo:
—Soy de naturaleza poltrón y perezoso para andarme buscando autores que digan lo que yo sé decir sin ellos.
Como parodia de esos prescriptores literarios, se inventa sonetos escritos por los grandes caballeros andantes: lo que Orlando Furioso le diría a Don Quijote. Lo que el Escudero de Amadís de Gaula le diría a Sancho Panza. Lo que el caballo del Cid Campeador le diría a Rocinante.
¿Una sátira a la literatura de aventuras? Tómov la entiende más bien como una larga burla a Lope de Vega, que escribía personalmente las recomendaciones que hacía firmar a sus prescriptores, y presumía de bibliografías rebuscadas y latinajos.
Pero no hace falta buscar mensajes ocultos. Lo cierto es que ambos genios dejaron en su guerra versos bastante explícitos. En algunos de ellos, con rimas tácitas, Cervantes le pide a Lope directamente destruir su obra:
Hermano Lope, bórrame el sone…De versos de Ariosto y Garcila…Y en cuatro leguas no me digas co…Que supuesto que escribes boberí-…Lope, por su parte, está obsesionado con la novela de marras:
Ese tu Don Quijote baladíde culo en culo por el mundo vavendiendo especias y azafrán romíY, al fin, en muladares parará.
Pero el peor momento de esa pelea llegaría 10 años después, con el robo de lo peor que un escritor puede robarle a otro: su universo.
Traición y venganza
El Quijote convirtió a su autor, casi a sus 60 años, en un escritor famoso. Se sucedieron ediciones y traducciones. Sin embargo, las penurias de Cervantes no acabarían. Ninguna de sus siguientes obras alcanzaría el triunfo de su gran libro. Cansado de intentarlo, decidió volver a lo seguro: en 1615, publicó la Segunda parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha.
Para su desgracia, meses antes, un plagiario bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda publicó su propio segundo tomo del Quijote, una novela con los mismos personajes, cruelmente diseñada para robarse por la mano todo el éxito comercial de la nueva entrega.
En su edición del Quijote apócrifo, Luis Gómez Canseco apunta varios indicios que señalan a Lope como autor de la traición. Por ejemplo, el prólogo, donde Avellaneda se deshacía en referencias al dramaturgo, y se presentaba a sí mismo con sus características: ministro del Santo Oficio y autor de comedias. De paso, manifestaba contra Cervantes el más absoluto desprecio. Lo llamaba viejo y manco. Lo acusaba de hallarse “tan falto de amigos” que nadie quería prologar sus libros, a diferencia de los “del autor de quien murmura”, una clara referencia al tema de los prescriptores. Y recomendaba al lector solo un título cervantino: La Galatea, donde se halla el elogio a… Lope de Vega.
Sospechosamente, además, no existían muchos autores capaces de escribir a la velocidad suficiente para adelantar la edición de un libro ajeno. Ni con experiencia en escribir imitando a otros.
Como era de esperar, aunque no pudo identificar a su autor, Cervantes reaccionó al plagio con furia. Y tuvo tiempo de volcar su ira en la verdadera segunda parte. Lo fascinante es que no se ocupó de defenderse personalmente. Para hacerlo, mandó al mismísimo Quijote.
En la trama, el loco de Cervantes habla del libro impostor, que circula entre los personajes a la par que el original. Una y otra vez se esmera en reivindicarse a sí mismo como el “verdadero”, y critica el estilo del apócrifo. Sancho protesta porque el plagiario lo ha retratado como un bobalicón. Y los dos, como su enemigo ha ido a Zaragoza, desprecian en su viaje esa ciudad y continúan directamente a Barcelona.
Casi sin quererlo, por venganza y no por voluntad literaria, este escritor acababa de romper los límites entre realidad y ficción. Como harían mucho después Woody Allen o Borges, el manco atravesaba los umbrales de la realidad, inventando la novela moderna. Fuese quien fuese Avellaneda, al final su envidia solo sirvió para convertir a Cervantes en un autor universal.
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