Farruquito, de niño prodigio a patriarca
Se reinventó tras cumplir condena en la cárcel y se juró a sí mismo que todo lo haría en regla al salir. Ahora, con 35 años, el artista lleva las riendas de una estirpe de baile
Desde chiquillo buscó la pureza en el arte. Dentro de cualquier ámbito. La brujuleaba obsesivamente para aplicarla al baile. Daba igual en qué mundo. Podía ser escuchando a Mozart, rasgándose por dentro con el trueno de Camarón o aprendiéndose de memoria los pasos de Michael Jackson en Thriller. Bebía de todas las aguas para destilar la esencia del flamenco.
De los 15 años que vivió junto a su padre, Juan El moreno, cantaor, y su abuelo Farruco, mito del baile, Juan Manuel Fernández Montoya, Farruquito, aprendió ese principio y otros tantos. Pero quedó huérfano de ellos demasiado pronto y ahora, este joven que desde niño fue un poco viejo, es el patriarca de una estirpe de baile con tronco y raíces profundas.
Sus mayores lo inventaron como fenómeno y él tuvo que reinventarse después muy pronto. Fue al salir de la cárcel tras haber cumplido condena por un atropello temerario. Cuando la vida le empezaba a sonreír, un arrebato de mala cabeza estampó su coche contra Benjamín Olalla, un peatón, de noche, en una calle de Sevilla. Se dio a la fuga y lo pagó con la cárcel. Nadie sabe si dentro de la prisión bailó o no. Lo que sí hizo fue jurarse a sí mismo que todo lo haría en regla al salir.
Le llegó su segunda oportunidad y se aferró a ella. Hoy mantiene a la familia y vigila a la prole. A sus tres hijos con su esposa, Rosario Alcántara: “El mayor tiene cinco años, y las mellizas, tres. Estoy que no duermo”. También tres hermanos –dos de ellos además entregados al baile–y una madre activa en el arte y su enseñanza como La Farruca. Todos en plena carrera. Estos días Farruquito está de gira con su espectáculo con su nombre y que comenzó el pasado día 16 en Madrid, dentro de las Noches del Botánico.
Le ha podido la nostalgia a la hora de concebirlo. “Bailo las piezas que más he disfrutado. Pero no con acompañantes, sino con todo un elenco de solistas. Yo sé que a las estrellas les gusta brillar sin competencia, pero creo que cuanto mejores son los que llevas al lado, más destacas”. Le acompañan, entre otros, Barullo o Gema Moneo. Ha sido un gusto que se ha dado a sí mismo: “Algo con lo que sigo disfrutando si tengo que salirme del escenario a descansar o a cambiarme de ropa”.
Lo alterna con Improvisao. Tres años de búsqueda sobre el escenario inventando sobre la marcha, sin nada ensayado previamente, al capricho de las iluminaciones pertinentes. Un riesgo que el público ha sabido apreciar: “Después de dos o tres años improvisando por ahí, ya sé con qué me quedo entre la dificultad y la sencillez. He aprendido a dosificarme, a controlar la fuerza o a buscarla desde otro lado y no desde el porrazo contra el suelo”.
El desgaste ha sido máximo. “Arrastro una lesión de rodilla por eso. No vas medido y no sabes. Cuando estaba cansado me salía todo más sosegado. Pero luego aparecía la rabia y me entregaba a ella”. Todo al desnudo, huyendo del artificio: “Y de eso que ahora llaman el concepto…”, afirma. “La calidad en el artista no queda en el envoltorio. Los adornos son gloria bendita, pero puede que se aparten y quedes en algo esquelético bailando fuera de compás”.
Eso no puede pasar. Farruquito lo encara todo desde la esencia flamenca. Pero puesta al día y en armas contra el tópico. “No soy ni el típico flamenco ni el típico gitano ni el típico español, lo digo para que nos ahorremos tiempo. Soy puntual, trato de comportarme como un profesional. Me da coraje aquellos que no son organizados y que marean. Tampoco me gusta que se queden ahí los vicios de hace 30 o 40 años. Flamenco ya no es sinónimo de antiguo ni de cateto ni de inculto o impresentable. Este oficio tiene que ser inteligente para hacerlo bien. Si no eres una miajita inteligente, acuéstate”.
Toda esa necesidad de puesta a punto la ha aprendido desde adolescente digiriendo bien sus éxitos a escala planetaria. Cuando se presentó en Nueva York con 20 años, Richard Avedon quiso fotografiarlo y algunas publicaciones lo incluyeron como uno de los mejores artistas que habían pisado Broadway en aquella temporada de 2003. De ahí sacó su necesidad de aprender inglés a base de tragarse Los Soprano sin subtítulos y la decisión de aliarse con la tecnología.
Pero también el convencimiento de seguir observando el mundo desde su base en Sevilla. “Por mi casa, como mi madre daba clase a todo el mundo, han pasado gentes de todas partes. Tengo amigos en China, Japón, en América y en toda Europa gracias a eso. Nosotros no hemos sido nunca cerrados. Nos repele el rechazo y el racismo. Pero sí muy conscientes de forjar una familia unida: nos queremos y nos aguantamos cuando nos tenemos que aguantar y acogemos a otra gente que no la tiene”.
Ahora lleva él las riendas del clan. A sus 35 años. Pero se siente joven. Y representante de una generación con poderío dentro del flamenco: “Ahora soy mucho más consciente de su inmensidad y su dificultad. Hay gente haciendo las cosas muy bien”. No llegan a darle envidia sana porque dice que tal cosa no existe. ¿Contra quién estoy bailando yo? Contra nadie. Esto no es una competición ni un deporte. Yo aprendo de todo el mundo, solo gano cuando aprendo. Es contagioso, para bien. Del flamenco todos nos aprovechamos, cuando es bueno. La rivalidad sana no existe. La envidia sana, tampoco. Vamos a ver, ¿hay algo que podamos llamar enfermedad sana? No, ¿verdad? Es mentira”.
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