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MIRADOR
Columna
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La crida

Crear fronteras y profundizar identidades es cualquier cosa menos fortalecer la democracia y la solidaridad

Jorge M. Reverte
Carles Puigdemont, a través de videoconferencia desde Alemania, durante la presentación de 'Crida Nacional per la República'.
Carles Puigdemont, a través de videoconferencia desde Alemania, durante la presentación de 'Crida Nacional per la República'.Quique García (EFE)

La crida. Es bonito y evocador el nombre que ha decidido dar Carles Puigdemont a su nueva criatura política, que pretende ser el partido independentista por encima de todos. La crida tiene un regusto de cabreo histórico, un sabor de cuadro de Munch, que sus creadores no ignoran, por supuesto. Su afán está en consonancia con la urgencia del nombre: es tan movilizador que exige la ausencia de otros eslóganes.

No es el momento de hacerlo, porque andamos discutiendo cuestiones de género, pero es tan bueno que sería procedente incorporar al castellano la palabra crida como expresión de algo que los inmortales que ocupan los sillones de la RAE tendrían que definir.

Crida tiene detrás toda una gran historia no resuelta de una parte no pequeña de un pueblo, el casi 50% de los catalanes independentistas. Un colectivo social que aún no ha superado el movimiento romántico español por excelencia, el carlismo.

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Esta carencia la padecen también otros colectivos españoles, y se vuelve mortífera cuando afecta a un porcentaje alto de la población con la renta per capita mayor del lugar donde se registra. Es el caso del País Vasco, por ejemplo. En otros lugares, como Madrid, hubo sus intentos, pero la falta de raigambre histórica y carecer de lengua propia hizo fácil acabar con ellos. Fue el caso de Tres Cantos y La Moraleja, que intentaron independizarse de sus pueblos de origen para administrar “mejor” sus rentas superiores.

Lo cierto es que esos movimientos tienen su base democrática, que se inspira en jugar con el censo a favor casi siempre. Eso es relativamente dañino.

Pero hay algo que es definitivamente perverso en el ánimo de los románticos, que ya denunció Joseph Roth suspirando por el Imperio Austrohúngaro, y atacado por el nazismo: la gran propensión de los seguidores de Byron y otros poetas a crear identidades y multiplicar fronteras. O sea, a ser excluyentes.

Pasqual Maragall, tan evocado ahora por los que no eran sus correligionarios políticos, era uno de ellos. Lo peor es que sabía lo que se traía entre manos. Su hermano Ernest es un buen testigo. Crear fronteras y profundizar identidades es cualquier cosa menos fortalecer la democracia y la solidaridad. La crisis migratoria que hoy sacude los cimientos de Europa es la mejor prueba de ello.

Quien más agita la denuncia del peligro de invasión que representan los desvalidos del sur, son los ricos del norte, que claman por más fronteras y más identidad. Y hay que reconocer que el nombre que han buscado nuestros carlistas es bueno.

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