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MIRADOR
Columna
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Blanco

La exposición de Edmund de Waal constituye toda una fiesta de los sentidos precisamente por su esencialidad

Julio Llamazares
Dalt Vila, Ibiza (España).
Dalt Vila, Ibiza (España). © GETTYIMAGES

En el Museo de Arte Contemporáneo de Ibiza, que ocupa una antigua construcción militar de la ciudadela, todo conduce al blanco: el encalado de las paredes, omnipresente y casi perfecto, el olor de la sal del mar, tan cercano, el blanco de los vestidos de muchos de los visitantes, el de las casas de la ciudad vieja de Ibiza que recortan las ventanas de un edificio cuya ampliación moderna se hizo siguiendo las pautas arquitectónicas de su entorno. Por si le faltara algo, al blanco omnipresente e inmaculado del museo se une estos días el de las porcelanas que expone en él el escritor y artista británico Edmund de Waal, al que el periodista Juan Cruz entrevistaba para EL PAÍS hace pocos días.

La exposición, que se inauguró con la pintura por el artista de un mural (apenas dos líneas rectas de añil, el color con el que tradicionalmente hacían las plomadas los albañiles ibicencos, y unas palabras en el mismo color: Estás en una isla. Ve despacio) sobre una pared exterior del museo, se compone íntegramente de vasos blancos de porcelana, la materia habitual con la que trabaja De Waal, que se define a sí mismo como ceramista más que como escritor o artista, acompañados de trozos de mármol y de alabastro que subrayan su blancura esencial. Concebida como un homenaje a Walter Benjamin y al escritor y artista vienés Raoul Hausmann, que recalaron en la isla de Ibiza en los años treinta del siglo XX, cuando esta aún vivía suspendida en el tiempo (no habían llegado los primeros hippies ni los turistas que la inundan hoy), y dejaron memoria escrita y visual de ella, la exposición de Edmund de Waal —cuya novela La liebre con ojos de ámbar, en la que cuenta la historia de su familia judía, está siendo un acontecimiento editorial en el mundo—, constituye toda una fiesta de los sentidos precisamente por su esencialidad. El blanco puro del alabastro, ese que en el Renacimiento se identificó con la luz divina, y el de la porcelana y el mármol, más terrenales, cumplen la misma función que cumplieron siempre la cal y la sal de Ibiza, en las que Benjamin quiso ver la perfección de la lentitud y el despojamiento: “Hay días en los que no hay nada que hacer porque nada es posible, o porque no se dan las condiciones —luz eléctrica y mantequilla, licores y agua corriente—, coqueteando y leyendo el periódico”. ¿Qué más pedir para sentirse un dios que sentarse en una silla contra una pared de cal como las que Hausmann fotografió (con un sombrero sobre el respaldo de una de ellas) o un vaso de porcelana blanca de Edmund de Waal en el que beber el tiempo?

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