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MIRADOR
Columna
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Mariposas

Muchos ciudadanos se tragan las patrañas porque les agrada esa sensación de que alguien se preocupa por ellos ante el abandono que padecen

David Trueba
El primer ministro chino, Li Keqiang, ayer en Berlín.
El primer ministro chino, Li Keqiang, ayer en Berlín. Hannibal Hanschke (REUTERS)

Hasta el efecto mariposa, colmo de la sutileza en las relaciones interconectadas del planeta, se ha convertido en una obviedad. A una patada en el culo en Lampedusa le sucede un escupitajo en la cara en Malta. Y mejor no seguir la cadena, es demasiado doloroso. La última expresión de esa zafiedad es la guerra de aranceles desencadenada entre Estados Unidos, China y Rusia. El efecto final lo tendrán que pagar algunos inocentes, no lo duden. En el origen de la acción puede que estuviera una verdad. Nunca hay mentira mayor que la que se apropia de media verdad. Y es cierto que muchos países se sentían fatigados de ver quebradas sus leyes de propiedad intelectual industrial, hastiados de recibir productos falsificados y precarizada la cadena de fabricación en una carrera sin fin hacia la basura colectiva y un comercio caníbal. En ese panorama China ha jugado el papel de hacer negocio y mirar hacia otra parte.

Pero la acción del presidente Trump tiene poco que ver con poner orden en ese caos. Ha soltado un latigazo que favorece a los grandes intereses que avalaron su candidatura, despreciando a los demás elementos de la cadena productiva. Como le pasa a menudo, es muy probable que tenga que rectificar o moderar su euforia, pero como esas rectificaciones las hace a golpe de nuevas exuberancias dialécticas siempre salva la cara. Twitter es el coliseo de los bocazas. Parece que hace lo que le da la gana incluso cuando hace lo contrario de lo que querría hacer. Es una cuestión de actitud. Y no nos engañemos, la actitud es lo que lleva al poder a los líderes de esa cuerda. Todos lo hacen bajo un mismo ensalmo, el de prometer el regreso al paraíso.

Toda persona siente en el fondo de su alma que es un peregrino expulsado del Edén, alguien que vaga sin protección ni guarida. Es el precio por dos mil años de relato impuesto. Así, los políticos oportunistas nos gritan que recuperarán para nosotros el esplendor perdido. Devolverán a América, Polonia, Hungría, Austria o Italia su fortaleza imperial. Olvidan que esa hegemonía se alzaba sobre la crueldad y la explotación del resto. Y que si hubo alguna grandeza fue la de recibir a las mejores mentes expulsadas de sus países por las guerras y el hambre. Muchos ciudadanos se tragan esa patraña por la sencilla razón de que les agrada esa actitud, ese desafío en su favor, esa sensación de que alguien se preocupa por ellos ante el abandono que padecen. Son la convencida clientela del charlatán estafador de turno, un proyecto de fascismo.

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