Son “proveedores de servicios”, no empleados
La llamada "economía colaborativa" acuña nuevos términos para aplicar a los abusos laborales de toda la vida
La economía colaborativa demuestra que las palabras pueden cambiar la percepción de la realidad. El mismo concepto que engloba a esas nuevas empresas que suelen utilizar plataformas digitales es un buen ejemplo, porque frente a los negocios tradicionales la llamada “economía colaborativa” no evoca explotación ni beneficios, sino solidaridad sin ánimo de lucro. Nada más lejos de la realidad.
Hace un par de décadas andábamos todavía preocupados porque el comercio digital no acababa de abrirse paso. La digitalización, nos decían los gurús, impulsará una sociedad más flexible y más moderna. Multiplicará los beneficios de las empresas, los empleados trabajarán mejor y se reducirán desplazamientos, prometían. Y así fue como desparecieron viejos negocios, algunos farragosos papeleos con la Administración y los mapas de papel mientras nuestras ciudades se repoblaban de jóvenes en bicicleta y taxis que no eran taxis, sino conductores que acudían raudos a la llamada de cuatro clics de teléfono móvil.
Durante años se mantuvo la ficción de que el mundo era un poco más cómodo, rápido y barato. Recibir en casa una pizza caliente del restaurante elegido no solo es sencillo; es incluso entretenido porque permite seguir el itinerario del motorista por el mapa virtual de las calles de la ciudad. Lo mismo ocurría con los coches de Uber, de modo que parar a un taxi se convirtió en un acto casi casposo frente a los usos de los nuevos urbanitas.
En este juego de apariencias, las empresas —casi siempre, de ámbito internacional— se han empleado a fondo en el nuevo lenguaje. Los repartidores son riders, los trabajadores son “proveedores de servicios” y la precariedad laboral es libertad de horarios y flexibilidad. Pero como la realidad es tozuda, por mucho que rebauticemos las cosas, el mundo ya ha comprendido que ese nuevo lenguaje describe los viejos modos de siempre: grandes beneficios, explotación laboral, trampas a la Seguridad Social, competencia desleal, precariedad y, en algunos casos, incluso esclavismo. Y son las asociaciones de trabajadores, los sindicatos —¡qué antiguos!— y la inspección estatal los que están intentado desmontar tanto abuso.
Ayer se conoció el último informe español al respecto: el Gobierno reclama a Deliveroo 1,3 millones de euros por los falsos autonómos que trabajan para la firma británica en Barcelona. Antes denunció prácticas similares en Valencia y en Madrid. Los riders no son empleados oficialmente. Trabajan durante meses sin contacto con jefe alguno (solo siguen las instrucciones de la aplicación del móvil). Deben estar alerta para no perder un “servicio”, ellos ponen la bici (o la moto) y pagan su Seguridad Social. Tienen asegurada la inseguridad laboral y la empresa les fija los horarios, los itinerarios que deben cubrir, el precio del servicio y el porcentaje que ellos se quedan. A veces, este se reduce de la noche a la mañana por la decisión de alguien que vive a 10.000 kilómetros. Hay 100.000 falsos autonómos en España, dice el Gobierno. Uno de cada cuatro, en el negocio de la comunicación, con periodistas que no saben lo que es una nómina. Las cajas de la Seguridad Social se vacían, pero muchos siguen creyendo que se han subido al carro de la feliz modernidad.
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