Dior propone una relectura crítica de la artesanía textil
La diseñadora de la firma, Maria Grazia Chiuri, intenta reinventar la alta costura en París
¿Es posible celebrar la alta costura haciendo una relectura crítica de la misma? ¿Es posible ser fiel a las reglas estrictas que dicta la Cámara Sindical de la alta costura, pero descomponiéndolas para crear un nuevo orden? Estas preguntas sobrevolaron este lunes en el arranque de la pasarela de alta costura para la próxima temporada otoño-invierno en París. Ambas abrían las notas distribuidas en el desfile de Dior, en el que la diseñadora Maria Grazia Chiuri se propuso nada menos que reinventar la herencia de esta forma de artesanía textil, sujeta a las escrupulosas normas del sindicato francés de la moda, que exige que toda colección de alta costura sea diseñada a mano y a medida, en dos ateliers distintos —flou, para los vestidos, y tailleur, para las chaquetas—, formados por un mínimo de 20 costureros y a cargo de una colección que debe reunir al menos 25 piezas.
Como ya viene siendo habitual, existe una desconexión notable entre la ambición teórica de Chiuri, siempre muy alta, y su traducción en la práctica. Esas mismas notas venían acompañadas de una cita de la historiadora de la moda Alison Bancroft, conocida por sus tesis sobre la relación entre costura y psicoanálisis, en la que se vinculaba la misma al arte vanguardista y la teoría lacaniana por su manera común de abordar "el desorden inherente al deseo y la subjetividad". Por desgracia, la colección inspirada en tan elevados conceptos resultó, como la propia cita, ligeramente ininteligible. Y, pese a sus numerosos aciertos, no estuvo a la altura de un aparataje intelectual que, a menudo, juega en contra de la modista italiana.
Lo rompedor pudo estar en el principio. Chiuri abrió su desfile con una serie de looks sobrios y relativamente cercanos al prêt-à-porter, con prendas de lana, cachemir y tweed. Pese a proponer, a través de boinas y velos, una enésima reformulación del mito de la mujer parisina, dejaban intuir una reinvención más llana y natural de los códigos elitistas de la alta costura. Fue un falso indicio. El resto de la colección adoptó un camino más previsible, con vestidos de cóctel y de gala en tonos crudos y azul noche, que dialogaban con colores más intensos como el rosa, el naranja y el verde. La colección alternó la silueta tradicional ideada por Christian Dior en la posguerra y la de la bailarina clásica, que Chiuri ya trabajó durante sus años en Valentino. Predominaron la seda, los plisados, los juegos de transparencias y, en la parte final, cierta inspiración en los bordados ingleses de la era de los Tudor.
Pese a que el resultado no estuviera a la altura de lo prometido —no se tomó casi ninguno de los riesgos que hubieran sido necesarios para alcanzar la reinvención perseguida—, los vestidos de Chiuri tuvieron el mérito de parecer de su tiempo y no de una época pretérita. Las modelos desfilaban con andares urbanos y no necesariamente delicados, ataviadas con prendas que parecen privilegiar la movilidad y cierto grado de comodidad. En la pasarela instalada en el jardín del Museo Rodin de París la diseñadora tuvo la idea de colocar las llamadas toiles, los diseños en tela blanca que delimitan la arquitectura de un vestido y con los que comienza toda colección. Fue una celebración del atelier, una forma de subrayar su sofisticado proceso creativo, pero también una especie un símbolo del minimalismo y de la ausencia de artificios que parecían perseguir muchos de sus vestidos.
Mujeres inertes
El desfile de Schiaparelli se situó prácticamente en las antípodas del de Dior. Fue un ejercicio de teatralidad carnavalesca, a ratos excesivamente abarrocada, repleto de bordados fastuosos, telas brillantes, alhajas de inspiración surrealista y estampados inspirados en el mundo animal, sin olvidar máscaras de criaturas salvajes y faunos de distintos tipos. Fue una explosión de fantasía, presentada en un escenario tan propicio como una de las salas del foyer de la Ópera Garnier, aunque no alcanzó la magia que hubiera debido de tener sobre el papel.
La colección firmada por Bertrand Guyon, diseñador de la marca desde 2016, propuso un revival del universo de su mítica fundadora, de estética retro y silueta ajustada. Sus cortes largos y estrechos, sumados a tacones estratosféricos, estuvieron a punto de provocar más de un tropiezo en la pasarela. En realidad, parecían pensados para mujeres inertes. El desfile fue todo un espectáculo, aunque seguramente de otro tiempo.
El triunfo de Givenchy
La diseñadora Clare Waight Keller, al frente de Givenchy desde hace un año y medio, convenció el domingo por la noche con su segunda colección de alta costura, pensada como una reivindicación del legado del fundador de la firma francesa, Hubert de Givenchy, que falleció hace tres meses. La modista británica propuso distintos volúmenes y cortes inspirados en los diseños más conocidos de Givenchy, en tonos negros, blancos y rosas, alternados con un leit motiv plateado. El desfile terminó con una alusión directa a la musa absoluta de Givenchy, Audrey Hepburn, con un vestido negro con escote posterior que dejaba la espalda al descubierto, como el que lució en varias películas, mientras sonaba Moon River, tema principal de Desayuno con diamantes.
Al final, Waight Keller hizo salir a todo su equipo para que recibieran los aplausos del público. Fue una lección de elegancia en todos los sentidos. También la consagración definitiva de la modista, que vive un momento dulce tras haber diseñado el vestido nupcial de Meghan Markle hace solo unas semanas.
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