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CLAVES
Columna
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Fronteras espirituales

Y en esas estamos, huérfanos aún de un verdadero horizonte europeísta, replegándonos al calorcito de comunidades fundadas por fantasmas y exclusión

Máriam Martínez-Bascuñán
Los migrantes  africanos  rescatados en el Estrecho de Gibraltar en Tarifa, Cádiz.
Los migrantes africanos rescatados en el Estrecho de Gibraltar en Tarifa, Cádiz.JAVIER FERGO / Gtres

¡Invasión! ¡Que vienen los bárbaros! ¡Cierren las fronteras! Son los gritos del Grupo de Visegrado, jaleados por una parte de la antigua Mitteleuropa,con el canciller austriaco y los hermanos bávaros de Merkel mirando de reojo a nuestro particular Trump, el inenarrable Salvini. Nuestra fijación por el amurallamiento ha terminado por convertir a los muros en iconos de esta crisis permanente que parece vivir el mundo transatlántico. ¿Cuán real es?, cabe preguntarse, porque lo que está en juego no es la gestión de las fronteras: ni siquiera vivimos una crisis migratoria real.

No pretendo minusvalorar el inmenso reto al que nos enfrentamos con la acomodación de los migrantes que llegan a Europa, pero los datos son tozudos, razón por la que escasean en política. Y nos dicen que el millón de entradas de 2015 contrasta con los 50.430 del primer semestre de 2018. ¿A qué viene el pánico entonces, ese desgarro de vestiduras? ¿Cómo explicar las duras respuestas gubernamentales, revestidas del aroma del estado de emergencia? ¿De veras buscan proteger nuestras naciones subyugadas ante el asedio bárbaro?

Nuestra teatralización de las fronteras revela más bien la reactivación de la política identitaria, el Resurgimiento de la nación imaginada, libre de invasores que quedarían situados extramuros, evitando la impureza de una idílica comunidad política cercada. Se lo cuenta a Robert D. Kaplan uno de los personajes que pueblan su Rumbo a Tartaria: a veces, el “nosotros” se construye políticamente “espiritualizando fronteras”, mediante un etnicismo que niega su permeabilidad, ese carácter de filtro de protección y cuidado de doble dirección, convirtiéndolas en muros que dividen y excluyen.

Vemos de nuevo el mecanismo de la simplificación maniquea: la división entre un interior virtuoso y un exterior que nos amenaza. Porque no es que pretendamos que no pase nadie, es que solo queremos que pasen “los nuestros”. Esa función performativa del muro, la activación del mito del control, nos devuelve al esencialismo de la nación, pues no hay nada que visualice más la identidad que el cierre. Y en esas estamos, huérfanos aún de un verdadero horizonte europeísta, replegándonos al calorcito de comunidades fundadas por fantasmas y exclusión. @MariamMartinezB

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