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Cuando las entrañas de la Tierra dejaron de arder y dieron... fruta

Un ambicioso proyecto público de restauración de turberas dañadas en Indonesia ha dotado de prosperidad económica y ambiental a las aldeas más perjudicadas por los incendios

Lola Hierro
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Cien pares de ojos se posan sobre Emmy Shamiemah. Se dispone a pronunciar su primera conferencia en tierras extranjeras, pero parece serena. Observa el tendido desde el escenario, sonríe en silencio; en realidad, ya ha hecho esto muchas veces. Su impoluta presencia —manicura nacarada, velo de seda color salmón que cubre su cabello, (como ordena la fe musulmana que profesa) y un elegante broche dorado con perlas del tamaño de canicas— reafirma la sensación de seguridad que emana. Shamiemah está en el Oslo Tropical Forest Forum, un evento bianual organizado por el Gobierno noruego en el que durante dos días se analiza el estado de los bosques del planeta, tan importantes en la lucha contra el cambio climático porque retienen dióxido de carbono, uno de los principales causantes del calentamiento global.

Shamiemah ha viajado desde Indonesia, un país con uno de los ecosistemas más ricos del planeta pero que también es el quinto emisor mundial de gases de efecto invernadero y sufre una de las mayores tasas de deforestación del planeta: entre 2001 y 2017 ha perdido 24,4 millones de hectáreas, el 12% de superficie forestal, según los últimos datos de Global Forest Watch. Esto se debe, fundamentalmente, a la quema de la selva. Ya sea por parte de la industria papelera o de las de aceite de palma y de caucho que luego cultivan en ellas para producir elementos de alimentación, cosmética y agrocombustibles consumidos en todo el mundo y, especialmente, en los países desarrollados.

De bosques no sabe tanto esta mujer, pero sí de las turberas que circundan su comunidad, Sungai Asam, una población de unos 14.000 habitantes situada en el sur de la isla de Borneo, en pleno verdor tropical. De ellas va a hablar ante una abarrotada sala a la hora del almuerzo en la primera jornada de este foro sobre bosques. Frente a ella, ocho mesas con diez comensales en cada una degustando un menú consistente en ensalada caprese, merluza y natillas. Algunos asistentes se han quedado de pie.

Emmy no habla inglés, así que arranca a contar en bahasa indonesio a los presentes —traducción mediante— cómo en su pueblo han pasado de ver a la tierra quemarse por dentro a convertirla en su principal fuente de riqueza gracias a las turberas. Para entender esto, primero hay que aclarar qué son: la FAO las define como humedales con una gruesa capa de suelo orgánico, es decir, un manto de turba compuesta por material vegetal que se ha ido acumulando durante miles de años sin descomponerse del todo por la presencia de agua. Cubren solo el 3% de la superficie terrestre, pero guardan entre el 20% y un tercio del carbono que almacenan los suelos del mundo.

Las turberas cubren solo el 3% de la superficie terrestre, pero almacenan el 20% del carbono del suelo del mundo

Estos humedales proporcionan servicios vitales para los ecosistemas porque, además de secuestrar ese carbono, reducen las inundaciones, las sequías y la intrusión de aguas marinas; conservan la biodiversidad y suministran productos forestales. Sin embargo, drenarlas para destinar el terreno a cultivos es una práctica muy peligrosa: aumentan las emisiones de gases de efecto invernadero (cerca del 10% de las emisiones mundiales provenientes de la producción de comida se relacionan con su drenaje, según la FAO), conduce a la degradación de la tierra (mayor riesgo de sequías e inundaciones, pérdida de productividad agrícola, intrusión de aguas saladas...) y se incrementa también la frecuencia de incendios, pues las brasas de los provocados en turberas pueden persistir durante meses e incluso seguir ardiendo después de días de lluvia o bajo un manto de nieve.

En 2015, la tragedia

En septiembre de 2015, la quema de territorios por parte de estas empresas se fue de las manos: el país sufrió miles de incendios en las selvas y turberas (se llegaron a detectar más de 130.000 focos, según Greenpeace) que supusieron el peor desastre medioambiental provocado por el hombre desde el vertido de petróleo de BP en el golfo de México, según lo calificó la ONG Amigos de la Tierra de Indonesia (Walhi). Y el drenaje y quema de turberas tuvieron mucho que ver.

Los esfuerzos de Indonesia y los países vecinos para prevenir y combatir los incendios ya demostraban poco éxito hasta entonces. En concreto los de 2015 fueron incontrolables: solo finalizaron cuando llegó la temporada de lluvias, y costaron 16.000 millones de dólares al Gobierno. Tanto estos como la contaminación fueron particularmente perjudiciales debido, además, al clima seco causado por el fenómeno de El Niño. El humo de estos fuegos llegó a cubrir ciudades enteras de Singapur, Malasia y Tailandia.

Ante semejante catástrofe, el presidente de Indonesia, Joko Widodo, tomó nuevas medidas. Entre ellas, la que cambiaría la vida y la economía de los vecinos de Emmy Shamiemah, que resultaron muy perjudicados por estos incendios. Widodo ordenó crear la Agencia de Restauración de Turberas (BRG o Badan Restorasi Gambut, en idioma bahasa) con la misión de restaurar en cinco años cerca de 2,5 millones de hectáreas de turberas dañadas en siete provincias de Sumatra, Kalimantan y las islas de Papúa. Se beneficiarían 1.205 aldeas, según los datos que desgrana Myrna A. Safi, secretaria de participación y educación de BRG, una de las acompañantes de Emmy durante la presentación en Oslo.

El plan de ejecución se organizó en torno a varios puntos: contactar con las comunidades para explicarles el proyecto, realizar un estudio socioeconómico y un mapeo de las zonas afectadas, integrar la restauración de las turberas en el desarrollo de las aldeas, facilitar conocimientos a los agricultores sobre técnicas apropiadas para trabajar en este tipo de humedales y monitorizar las actividades que se realizaran, entre otros. "Mejorar la participación de la sociedad fue clave", describe Monica Tanuhandaru, miembro de la ONG Kenitraa, que es una de las que ha colaborado en este proyecto con el Gobierno. "Nuestra estrategia se basó en hacer el proyecto inclusivo, en respetar las iniciativas locales y colaborar con otros actores de desarrollo porque sabemos que solo tenemos hasta 2020 para implementar todo el trabajo", puntualiza.

Y llegaron las piñas

"Yo no sufrí pérdidas personales, pero quería ayudar a mis vecinos, que sí resultaron perjudicados", cuenta hoy esta mujer todoterreno, que además de profesora y granjera, es secretaria de una asociación de mujeres de su localidad. En concreto fueron destruidas 350 hectáreas de plantación de árboles de caucho, que suponían el principal sustento de la vecindad. Y se le ocurrió plantar piñas después de haber asistido a una reunión con el BRG en la que les informaron de la necesidad de restaurar las turberas. "Se producen rápido, son fáciles de mantener y son compatibles con el suelo de turba, así que las mujeres de la comunidad plantamos todas las que pudimos", cuenta ante el público.  El objetivo era doble: restaurar de inmediato la economía de su comunidad y prevenir que se hiciesen nuevos incendios en terrenos vacíos. Año y medio después, las agricultoras de Sungai Asam cuentan con 100.000 árboles de esta fruta en cada hectárea con un ingreso bruto anual de unos 1.070 dólares por cada una.

Y no solo de piñas viven estas mujeres. Además de esta fruta, Emmy, su madre y sus amigas han impulsado el cultivo de jengibre, y hoy su cosecha anual alcanza las casi diez toneladas. "Es una actividad complementaria porque en mis vecinos siguen produciendo caucho, tomates y jengibre, pero nos permite diversificar nuestra economía", cuenta Emmy, que ha llevado algunos productos hasta Oslo: galletas, caramelos, mermeladas, sirope... Todo se vende en las localidades de Kalimantan.

Emmy reconoce que aún quedan aspectos por mejorar: "En muchas aldeas se trabaja al ritmo de fábricas, hay tierras aún inutilizadas que se podrían aprovechar, a veces hay plagas que reducen la productividad y el coste del transporte a las ciudades aún es alto", enumera.  No obstante, hoy en día Sungai Asam Village es conocida como la central productora de piña y jengibre, y la mayor proveedora de Pontianak (la capital de la provincia de Borneo Oeste). La cosecha puede alcanzar decenas de miles de kilos.

En cuanto a la restauración de turberas solicitada por Gobierno, Nazir Foead, director de BRG, reconoce que es una meta muy ambiciosa. A mediados de 2018, se habían recuperado 960.000 hectáreas, un 38% del objetivo y 500 localidades se han visto beneficiadas: 300 con apoyo financiero del Estado y otras 200 con financiación adicional de ONG. El principal reto es llegar al objetivo planteado, "pero también involucrar más al sector privado, pues no siempre se muestran colaborativos porque hay un riesgo de que pierdan ganancia económica con el cambio de uso de su suelo", completa. Pero no tienen otra opción porque, de producirse nuevos incendios en su territorio, se verían perseguidos por la justicia por no haber colaborado para proteger el entorno y se les retiraría la licencia de uso de la tierra.

La restauración de las turberas en Indonesia parece ir dando sus frutos, a juzgar por el análisis que ha realizado la organización Global Forest Watch a partir de los últimos datos sobre deforestación recabados por la Universidad de Maryland y presentados esta semana en Oslo. Dice la ONG que este país asiático ha experimentado en 2017 una disminución del 60% en la pérdida de sus bosques primarios en las provincias de Kalimantan y Papúa, algo que puede deberse en parte a la prohibición de drenar turberas. "La pérdida primaria de bosque en áreas de turberas protegidas disminuyó en un 88% entre 2016 y 2017, alcanzando el nivel más bajo jamás registrado. Además, el país no sufrió en 2017 el fenómeno El Niño, por lo que las condiciones fueron más húmedas y eso ayudó a que hubiera menos incendios que en años anteriores", observan los expertos. El tiempo dirá.

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Sobre la firma

Lola Hierro
Periodista de la sección de Internacional, está especializada en migraciones, derechos humanos y desarrollo. Trabaja en EL PAÍS desde 2013 y ha desempeñado la mayor parte de su trabajo en África subsahariana. Sus reportajes han recibido diversos galardones y es autora del libro ‘El tiempo detenido y otras historias de África’.

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