Conveniencias
La ley del aborto en Argentina tiene su motivo: promover un debate de dimensiones épicas capaz de opacar temas igualmente graves


El jueves empezó el Mundial y no me di cuenta. Ese mismo día, en la Argentina se produjeron acontecimientos serios (un paro de camioneros y docentes; una fuerte subida del dólar; el reemplazo del presidente del Banco Central) a los que tampoco presté atención. Estaba en casa, engripada, sirviéndole té al plomero que arreglaba un caño y siguiendo en vivo el tratamiento de la legalización del aborto en la Cámara de Diputados. Frente al Congreso, miles de personas a favor y en contra hacían vigilia bajo un frío soberano. El plomero me dijo: “Ahora, en vez de cuidarse, van a ir todas a abortar. Total, va a ser gratis”. Le dije, seca: “Yo quiero que salga la ley”. Así, en medio de un silencio rígido, vi cómo después de una votación agónica —129 a favor, 125 en contra— la ley se aprobaba y pasaba al Senado. Esta ley es un antiguo reclamo de feministas y partidos de izquierda. Se negaron a tratarla en el Congreso todos los Gobiernos democráticos: radicales, peronistas, kirchneristas. También el de Macri. Hasta que este año el presidente dio vía libre a su tratamiento por razones que, presumiblemente, no se relacionan con su ideología (dice que no usa) sino con motivos complejos: promover un debate de dimensiones épicas capaz de opacar temas igualmente graves (inflación, pobreza), apropiarse de una agenda ignorada aún por Gobiernos que se dijeron progresistas. Muchos de los diputados que votaron a favor se negaron repetidamente a discutir la ley cuando su partido estaba en el poder y lapidaron con su indiferencia a quienes insistían en la necesidad de hacerlo. Cuando se conoció el resultado, a pesar del regusto amargo por la presunción de que alguien había ganado una apuesta muy gorda, dije, ante mi televisor y ante el plomero: “Gracias”. Lo repito ahora. Pero no olvido que quienes hicieron posible que esto sucediera no fueron ellos.
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