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Tribuna
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Un golpe posmoderno

El ‘procés’ buscaba ocupar el poder a través de una estrategia sofisticada de comunicación

Carles Puigdemont, expresidente de la Generalitat
Carles Puigdemont, expresidente de la GeneralitatEFE

De qué manera hay que interpretar la escurridiza y enigmática fase madura del proceso independentista? ¿Qué ocurrió en Cataluña el otoño de 2017? Como en la balada de Dylan sobre el hombre escuálido, sabemos que pasó algo, pero no sabemos qué fue. Por lo pronto, se han ensayado y popularizado dos respuestas a esa pregunta. Están quienes sostienen que el otoño de 2017 vivimos un genuino intento unilateral de secesión con todas sus consecuencias. Tal intento supuso, como sugiere el juez Llarena al evocar en uno de sus autos las imágenes icónicas del 23-F, un intento de golpe de Estado clásico, con violencia incluida.

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Otros sostienen que la fase culminante del procés no fue un intento de perseguir la independencia con todas sus consecuencias. Todo el procés habría venido a ser únicamente una operación de propaganda monumental, y el otoño de 2017 no sería más que altísima y refinadísima propaganda, puro teatro de protesta.

No me parece que ninguna de estas dos respuestas se acerque a resolver el enigma sobre lo ocurrido el otoño de 2017 en Cataluña. Ni es remotamente cierto que pueda ser asemejado a un golpe clásico como el del 23-F, ni tampoco, como dice la canción, que todo fuera puro teatro.

Yo propongo una tercera hipótesis (tentativa, desde luego): lo que ocurrió el otoño de 2017 fue un golpe posmoderno (etiqueta e intuición que comparto, por cierto, con Daniel Gascón). Se intentó fundar una nueva patria a través de una sofisticada y posmoderna estrategia de comunicación que resultó en la hipertrofia del lenguaje político. El día 27 de octubre hubo y a la vez no hubo una declaración de independencia. El 1 de octubre hubo y a la vez no hubo un referéndum de secesión. Los días 6 y 7 de septiembre hubo y a la vez no hubo un intento de alteración de facto de la Constitución. Todas las acciones de calado podían ser presentadas, según conviniera, como una cosa y su negación. Si la patria, como dice Ferlosio, no puede ser más que hija de la guerra, la madre de la nueva patria catalana tenía que ser una guerra posmoderna.

La deslealtad e ilegalidad intermitentes del otoño de 2017 no deberían confundirnos: no es lo mismo independentismo que unilateralismo

¿Pero qué se pretendía exactamente al poner en marcha esa técnica posmoderna y fundar una nueva patria? Mi intuición es que se pretendía conquistar el poder. Y tal poder podía consistir simplemente en la consecución inmediata de mayores cuotas de autogobierno. Pero el poder también podía tomar la forma, después de un rocambolesco juego de engaños y autoengaños en el que se pretendía involucrar a las autoridades de la UE, de una república independiente. Esta última era una consecuencia improbable del procés (aproximadamente, tan improbable como podía serlo una moción de censura victoriosa contra Rajoy hace un mes), pero me parece que desde el independentismo otoñal nunca se renunció a ella.

Y que la república catalana se materializara dependía de cuán intensa y repetidamente cayeran las diversas instancias del Estado en las trampas y provocaciones posmodernas planteadas por los consejeros áulicos del procés. Y, de vez en cuando, el Estado mordía el anzuelo. Ante el procés posmoderno, en algunos días otoñales clave, el Estado respondió con instrumentos decimonónicos: porrazos y prisión preventiva. La técnica posmoderna del golpe es ágil, sutil y ambigua; la técnica decimonónica del contragolpe es farragosa, obvia y de eficiencia limitada.

Una vez apartada la hojarasca posmoderna, hay algo fundamental en lo que algunos independentistas, y también no independentistas, tienen razón. Parte de las motivaciones de los ciudadanos que esa técnica posmoderna supo explotar expresaban demandas que podían ser encauzadas dentro del actual marco constitucional o en una reforma a partir del mismo. La deslealtad e ilegalidad intermitentes del otoño de 2017 no deberían confundirnos: no es lo mismo independentismo que unilateralismo. Y lo que impugna el independentismo es, en el fondo, una cuestión política, quizá la más política de todas: la de la conformación, conservación o disolución del demos.

Una vez se haya abandonado la vía unilateral y la técnica posmoderna, no se me ocurre otra manera no decimonónica de reafirmar y estabilizar el actual demos, al menos durante un tiempo razonable, que la de abordar las motivaciones políticas que hicieron crecer la pulsión independentista. Todo ello a sabiendas de que los acuerdos a los que se llegue serán, en el mejor de los casos, imperfectos e impuros. ¿Cómo podrían no serlo?

Pau Luque es profesor de Filosofía del Derecho y ensayista. Acaba de publicar La secesión en los dominios del lobo (La Catarata).

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