‘Selfis’, purpurina y canciones
El festival de Les Arts de Valencia rebasó su techo en un fin de semana en el que Lori Meyers, Crystal Fighters o Dorian concitaron las mayores atenciones
Algún día alguien tendrá que explicar —o quizá no, la fórmula de la Cola Cola tampoco es de dominio público y ahí lleva, más de un siglo— cuál es la clave para que un modelo de festival low cost que orbita siempre en torno a los mismos 10 o 15 nombres sea la apuesta empresarial más segura e inoxidable de cuantas conciernen a la música en directo en nuestro país en la última década.
Como si se tratara del Never Ending Tour de Bob Dylan, solo que integrado por una breve baraja de bandas españolas que se van alternando tal que si sus nombres fueran diminutas bolas que chocan y se revuelven entre sí en el interior de un bombo hasta salir al exterior y desvelar siempre la misma identidad (¡sorpresa!), se trata básicamente del mismo cartel con el añadido del par de presencias foráneas de rigor, por lo general británicos o escandinavos venidos a menos, en la absoluta periferia de lo relevante, pero con su capacidad intacta para hacer quemar zapatilla al personal.
Poco importa que sea en Aranda de Duero, Burriana, Alburquerque o Sevilla, porque al final uno corre ya el riesgo, a poco que se descuide, de ponerse a glosar los méritos de Lori Suecia, Viva Meyers, Carlos Stanich o Ángel Sadness. Y tampoco es plan. Está feo generalizar, por supuesto. Pero que tanto picapedrero de la canción se vea correspondido por el eco de decenas de miles de personas mientras tantos artesanos vagan de sala en sala sudando para reunir a varias decenas no deja de ser ya la misma vieja historia de siempre. Bisnes is bisnes. Nada que reprochar a nadie.
El gran mérito de Les Arts, que no es poco, es ensartar ese rentable modelo de festival en el mismo corazón de la tercera ciudad del estado, precisamente en su enclave turísticamente más emblemático, allí donde otras citas —MTV Winter, Eclèctic— no lograron continuidad. Así que con una impecable organización e iniciativas como la implantación de un punto violeta contra agresiones sexuales (que ya está comenzando a ser común), el festival logró, en su cuarta edición, agotar todo el papel con semanas de antelación reuniendo a 42.000 almas entre sus dos días. Más de 20.000 cada noche. Consiguiendo que Les Arts sea para muchísima gente ese lugar al que, por motivos siempre soberanos (el público lo es), hay que ir.
Quizá la única forma de lograrlo sea a base de incidir en ese indie que ya no retiene ni un gramo de significación semántica, en el que el bombo a negras de la batería es dogma de fe, y los textos con aspiraciones seudoépicas, los estribillos que arañan una impostada trascendencia y los coros onomatopéyicos, de esos que podrían desencajar las quijadas a cualquiera que tratase de emularlos durante un fin de semana entero, son moneda común. El triunfo de lo intensito, como se dice ahora. El signo de nuestro tiempo, porque todo lo que muchos tienen de irreprochable prestancia escénica les falta de inventiva. En algún flagrante caso, sin un miligramo de singularidad.
Que la canción más coreada del concierto de Coque Malla fuese precisamente una versión de Los Piratas fue un síntoma. El madrileño despachó algunas de las mejores rodajas de rock sin adulterar en un escenario en el que también La Habitación Roja habían dado muestras el día antes de su rocoso estado de salud, con Jorge Martí felizmente recuperado. Crystal Fighters llegaron, vieron y vencieron con la misma pachanga electrónica de siempre, aderezada con su particular pachuli, mientras Mando Diao cumplieron el trámite con Shake, Dance With Somebody y otras invocaciones habituales al baile, aunque sean una pálida sombra de la banda que actuó hace nueve años en el mismo recinto.
El Columpio Asesino propinaron otro de los bolos más fiables, en medio de una tónica general (los conciertos de Viva Suecia, Lori Meyers, Dorian, Full o La MO.D.A.) ante la que habría que devanarse los sesos para localizar apenas una nota diferencial, un nimio matiz discordante respecto al ritual de lo habitual que cualquiera que se patee una quinta parte de la geografía festivalera puede testar cada verano. Conviene, eso sí, destacar la nutrida presencia valenciana, este año mejor acomodada en lugar y también —en algunos casos— en horario, como probaron los conciertos de Tórtel (absoluta gozada, de lo mejor del fin de semana), Bearoid (luchando eficientemente contra los elementos: comenzó a llover) o Amatria, el proyecto del manchego —casi valenciano de adopción— Joni Antequera.
El año que viene, más. Y quién sabe si con la superficie útil del recinto ampliada, al ritmo que marcha todo esto.
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