La hora de los estoicos
En otras democracias no hay necesariamente más consenso ni más limpieza, pero sí una aceptación distinta del disenso y la suciedad
El ambiente político se ha agriado. Los diputados ya no se saludan amistosamente en los pasillos. La fragmentación parlamentaria y los cordones sanitarios a los extremistas impiden la formación de coaliciones ideológicamente coherentes. Y, como colofón del vodevil, un Gobierno socialista en exigua minoría debe implementar los Presupuestos elaborados por los partidos de derechas.
¿España, junio de 2018? No; Suecia, diciembre de 2014. La crisis política sueca fue notable, pero no el apocalipsis. Porque, en una democracia madura, las reglas —leyes o tradiciones— se adaptan a las nuevas realidades. La estabilidad democrática no se basa en convenciones inalterables, sino dúctiles.
Toda alteración de las rutinas irrita a quienes creen que están perdiendo el poder injustamente. Pero, como señalan los expertos, la democracia es la institucionalización de la desconfianza. Una forma de contener y canalizar el descontento hacia los ocupantes de unas instituciones concretas del Estado, las que poseen naturaleza política, y no hacia el todo.
España no es una excepción. El PP se ha financiado ilegalmente. Pero lo ha pagado con la pérdida de votos y del gobierno. Y quizás con su propia extinción al no haber reaccionado a tiempo. Pues ese ha sido el problema, no la corrupción per se. A finales de los años noventa, cuando operaba la caja b en el PP, un escándalo de financiación ilegal sacudió a la CDU alemana. Las donaciones ilegales forzaron la jubilación definitiva de uno de los políticos europeos más decisivos de la segunda mitad del siglo pasado, Helmut Kohl, así como el retiro temporal de uno de los más importantes de lo que llevamos de este, Wolfgang Schäuble. Un precio altísimo. Pero menos oneroso que la desaparición de las siglas, que es lo que puede sufrir el PP.
Ni en componendas parlamentarias ni en corrupción los españoles somos diferentes. Lo que nos distingue es la sobrerreacción emocional —acompañada, no casualmente, de inacción política fruto del miedo a la hecatombe—. En otras democracias no hay necesariamente más consenso ni más limpieza, pero sí una aceptación más estoica del disenso y la suciedad. @VictorLapuente
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