Palabras al viento
Con el tiempo todo pasa: hasta las incorporaciones y desapariciones de vocablos
Cuando era chico, creía que Silvia Claudia Paula Jorge Carlos Daniel eran los nombres lógicos de las personas, los que tenían razón y sentido y todos usaban en la vida. Fue tremendo el día –ya más de 20 años– en que entendí que no: que eran los nombres que, en un tiempo y un lugar muy precisos –fines de los ‘50, Buenos Aires–, los padres de clase media ponían a sus hijos. Fue tremendo ese día en que entendí que ya no, que ahora ponían otros y entendí, así, que todo, incluso lo que me había parecido más sólido y durable, era volátil. Fue, supongo, el día en que tuve mi primer gran choque con el tiempo, lo socarrón del tiempo, lo implacable del tiempo.
Nadie piensa que su mundo es efímero porque nadie quiere pensar que es efímero. (Sí, esta frase tiene un truco; ¿no lo tienen acaso casi todas?) Nadie piensa que su mundo es efímero porque, además, no solemos pensar en términos históricos. No pensar el mundo como proceso histórico incesante, no darse cuenta de que todo cambia todo el tiempo, es un modo de no pensar que nuestras sociedades se van a terminar –como las vidas.
Todas las sociedades se imaginan eternas: si las monarquías de derecho divino –lo más eterno que se pueda pensar– desaparecieron, ¿cómo no lo harían estos sistemas basados en el negocio y dos o tres palabros trasnochados y algún dios perdido y perversito? Pero nos empeñamos en no pensarlo: nos resulta más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Y, para eso, nos empeñamos en no ver que con el tiempo todo pasa.
Poco me resulta más fascinante que tratar de notar y anotar los signos de ese paso. Así que me invento modos, ejercicios. Por ejemplo: pensar qué palabras decía que ya no digo más; cuáles digo que antes no decía; cuáles dice mi hijo que yo nunca. No hablo de slangs o dialectos callejeros o palabras de moda: ahí es demasiado fácil. Hablo de palabras “oficiales”, incorporadas al idioma y los periódicos y los discursos de señoras y señores.
Está, para empezar, toda la línea digital –digital es la primera–: ordenador, móvil, conexión, pinchar, ratón, contraseña y las demás. Son, en general, palabras viejas con sentidos nuevos, abducidas para describir objetos y funciones que antes no existían. Muchas son técnicas, pero también hay otras sociales o culturales donde el sentido anterior se perdió o quedó opacado por un uso nuevo: ave, populismo, relación, global, podemos, ciudadanos, cristiano, género, política.
Y después están las inventadas, que suelen llegar desde la técnica o la ciencia: células madre, ibuprofeno, antropoceno, posverdad. Muchas de ellas vienen directo desde otros idiomas –o sea, el inglés–: tuitear, master, internet, router, hacker, chequear.
Pero también me gusta el ejercicio contrario: recordar esas palabras que se usaban hace veinte o treinta años y que desparecieron –o están en vías de desaparición. Es, al fin y al cabo, un homenaje al gran Georges Pérec que, en una de las novelas del siglo XX –La vida, instrucciones de uso– puso en escena a un personaje que se dedica a enterrar palabras muertas: las recopila, las ordena, las declara oficialmente fenecidas, las sepulta en listas cuidadosas.
Aunque la gran ventaja que tienen las palabras es que, a diferencia de otros entes, pueden resucitar. ¿Por qué no buscarles, a esas palabras muertas, significados nuevos? Fax, por ejemplo, es una palabra demasiado bonita, demasiado sonora, demasiado compacta como para dejarla sin objeto. Alguien tendría que encontrarle uno contemporáneo.
Aunque hablando de juegos con el tiempo y las palabras, ninguno me gusta más que tratar de pensar cuáles no existirán dentro de veinte o treinta años. ¿Alguna idea?
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