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CLAVES
Columna
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Democracia e identidad

Resulta difícil deshacer este camino una vez se emprende, porque los partidos responsables logran maximizar su porción del pastel electoral

Jorge Galindo
Sobres con votos en el interior de una urna de un colegio electoral en Barcelona.
Sobres con votos en el interior de una urna de un colegio electoral en Barcelona.

Las democracias modernas viven en una constante crisis existencial entre identidad y pluralismo. En ellas, el voto, y en realidad cualquier acto de participación política, es al mismo tiempo individual y colectivo: queremos expresar nuestras preferencias, deseos, quejas y anhelos, pero sabemos que no tienen sentido si no lo hacemos en conjunto con otros. Y esta agregación funciona particularmente bien cuando no se basa tan solo en la expresión de intereses concretos, en qué queremos, sino que se remonta al quiénes somos.

Así, la aspiración lógica de cualquier partido es que se le asocie con el mínimo común denominador identitario. Que, en un mundo hecho de Estados-nación, suele coincidir con la propia identidad nacional. ¿Pero qué sucede cuando se trata de un país como el nuestro, que contiene más de una aspiración de pertenencia?

Aquí hay dos alternativas. Podría ser que uno o varios partidos logren construir una identidad plural, y que en ella basen su acogida y éxito electoral. Pero este equilibrio se antoja precario: los incentivos para que al menos uno de los dos lados se sienta tentado de sembrar la división son muy altos. Al fin y al cabo, con la estrategia del unitarismo identitario, que también podríamos llamar de “un solo pueblo”, uno puede soñar con mayorías casi permanentes.

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Evidentemente, cuando uno de los lados se decide definitivamente por el unitarismo, la estrategia lógica para el rival es hacer exactamente lo mismo. De esta manera se pasa al otro tipo de equilibrio, uno basado en un conflicto nacional identitario, mal disimulado tras una contradicción: ambos frentes se atribuirán la capacidad de incluir a todos bajo una misma bandera, pero ambos también definirán al otro como enemigo.

Resulta difícil deshacer este camino una vez se emprende, porque los partidos responsables logran maximizar su porción del pastel electoral. El pluralismo, eso sí, sale perdiendo. La democracia está llena de estos ejemplos, en los que lo que es bueno para una parte perjudica al propio funcionamiento del sistema. Pero este, sin duda, se cuenta entre los más peligrosos. @jorgegalindo

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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