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¿Por qué nos gustan las bodas reales?

A mucha gente porque les hace soñar, evadirse un rato de su vida, y les sirve para revivir los cuentos de hadas de la infancia

La princesa Sofía y el príncipe Carlos Felipe durante su primer baile tras la boda celebrada en el Palacio Real en Estocolmo (Suecia), el 13 de junio de 2015.
La princesa Sofía y el príncipe Carlos Felipe durante su primer baile tras la boda celebrada en el Palacio Real en Estocolmo (Suecia), el 13 de junio de 2015.Reuters

A todos nos han gustado los cuentos. A algunos con príncipes y princesas y a otros, con mensajes políticos. Pero no dejan de ser historias sobre las que construimos identidades, abrimos conversaciones o, sencillamente, matamos el aburrimiento. Quizá por una mezcla de todo lo anterior nos gustan las bodas reales. Hay quienes las disfrutan por el arte de la curiosidad o del puro cotilleo, como ocurre ahora con el enlace entre el príncipe Harry y Meghan Markle. Los vestidos, la estética o los detalles de la ceremonia darán para un sinfín de memes, artículos y comentarios con mayor o menor acidez. Algunos, además, harán su agosto, como los propios hermanastros de la novia, que se encargarán de “pelarla” y de alimentar la espiral de morbo que ya se sigue por todo el mundo. Pero además de la curiosidad, hay a quienes les gustan las bodas reales por motivos más profundos y difíciles de reconocer a simple vista.

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Hemos crecido con los cuentos de hadas a cuestas. Es cierto que en los últimos años las historias están cambiando y que ahora las princesas no aparecen encerradas en palacios ni necesitan ser salvadas por príncipes valientes. Pero, a pesar de ello, según la teoría del psiquiatra Carl Jung, existe un inconsciente colectivo que todos compartimos y en el que habitan determinadas figuras universales. Dichas figuras —o arquetipos, como las denominó Jung– son, entre otros, el héroe, el sabio, la princesa o la maga, y aparecen en las distintas culturas. Desde este enfoque, una boda real atrae porque representa dos arquetipos conocidos por todos, el príncipe que se desposa con una mujer plebeya. Como, además, se casan por decisión propia, también simboliza el triunfo del amor. Y eso gusta a mucha gente porque les hace soñar, evadirse un rato de su vida, y porque les sirve para revivir los cuentos de hadas de la infancia (aunque critiquemos a sus protagonistas o digamos que es un ataque de cursilería profunda).

Sin embargo, la boda de Harry y Meghan cuenta con más ingredientes para ser así de atractiva. Se celebra fuera de nuestras fronteras, lo que le aporta la suficiente lejanía para convertirla en algo más exótico que si fuera en casa. Como son jóvenes y atractivos, tienen el imán de la belleza, el cual no existió en la segunda boda del padre del novio, por ejemplo. Que ella fuera actriz nos recuerda a Grace Kelly y a la magia de esa época. Que, además, Meghan sea mulata, le otorga un cierto morbo añadido a una monarquía más encartonada que las nórdicas. Y si a todo lo anterior se añade la maquinaria británica, que sabe sacarle partido a todas estas cosas, se prevé que varios millones de personas sigan de cerca la ceremonia. Solo queda desearles que “sean felices y que coman perdices”, pero como los cuentos suelen terminar en el enlace, lo que ocurra después no importa para que sea ya reconocida como la boda del año.

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