Once cosas que pasaron en Eurovisión y antes serían aberrantes (o impensables)
La edición de 2018 ha sido la culminación de una serie de transformaciones que han dejado al certamen musical irreconocible, aunque no por ello menos divertido
Elegantes trajes de noche, un público educadamente sentado en un patio de butacas, una orquesta, un director de orquesta, un escenario sobrio… Es la imagen clásica del festival de Eurovisión, retransmitido por primera vez en 1956. Eurovisión 2018: vestuarios estrafalarios, más banderas en la audiencia que en una manifestación independentista, música enlatada, pirotecnia, luces LED, llamaradas, sarcófagos futuristas…
Ciertamente, la renovación del festival europeo de la canción empezó hace unos años y ha sido progresiva, pero los viejos seguidores no reconocerían en su configuración actual más que el Te deum de Charpentier (la célebre sintonía). Entre el pasmo y el desagrado (aunque siempre manteniendo alto el nivel de entretenimiento), estos momentazos de la última edición habrían sido impensables hace 62 años… e incluso menos. Por cierto, ganó Israel con el tema Toy, interpretado por Netta, y los españoles Amaia y Alfred y su Tu canción quedaron los 21.
Aberración: que no haya música en directo
La frase acompañaba cada canción en el pasado como un mantra religioso: “Dirige la orquesta…”. Las versiones en directo, con violines y timbales, diferían un tanto de las que habíamos escuchado hasta entonces en los primitivos videoclips; pero esa diferencia aportaba el valor de un momento único. Hoy todos los sonidos vienen enlatados (ya grabados), algo que tampoco es para que nos rasguemos las vestiduras porque está a la orden del día en la música electrónica (sonido predominante en el festival). Pero el instante en que aparecía el director de orquesta batuta en mano hablaba de un continente ilustrado que nunca volverá…
Impensable: que actúe Australia
Este año ha sido Jessica Mauboy la encargada de deleitar a los espectadores de toda Europa con su música de las antípodas. Una actuación correcta acompañada de comentarios en redes por lo escueto de su atuendo. Australia (sí, Australia) compitió por primera vez en Eurovisión en 2015, y desde entonces no ha faltado a la cita. Por alguna razón que se nos escapa, la televisión pública del país de los canguros es miembro asociado de la Unión Europea de Radiodifusión (UER). Se mire como se mire, no tiene ningún sentido. Es como si el Olympique de Marsella jugara la Liga española o el Obradoiro se hiciera un hueco en la NBA en vez de en la ACB y pusieran sus partidos por la NBC.
Impensable: que haya más pirotécnica que música (salvo es España)
Las cosas claras desde el principio: Ucrania, primer participante, nos descolocó con un vocalista-vampiro saliendo de un sarcófago eléctrico. Luego vimos la rueda giratoria de Finlandia, los efectos de posproducción de Noruega, el vestido infinito de Estonia inspirado en Frozen… Vamos, que excepto España, que confió sus posibilidades a un morbo romántico ignorado allende nuestras fronteras, la escenografía ha pesado casi más que la música. ¡Y pensar que en 1979 nos pareció tremendamente transgresor ver a Betty Missiego rodeada de colegiales!
Aberración: que el sistema de votación sea un lío
Contemplar el desarrollo del actual sistema de votos —implantado en 2016— es como enfrentarse a un episodio de Perdidos: uno no entiende absolutamente nada, pero no puede dejar de mirar. En cuestión de segundos, países que van los últimos reciben 250 puntos y se sitúan en puestos de cabeza (como pasó con Italia). Al tradicional método de los twelve points se le añadió hace dos años el televoto (votos de los espectadores), que en su primer año en vigor derivó en un final propio de M. Night Shyamalan que provocó en la audiencia estupor, confusión e indignación (por ese orden). No es un detalle banal: ahora los votos de los jurados nacionales producen indiferencia, es un rato (largo) que puedes aprovechar para hacer un Skype con tu prima la de Irlanda o darle a “me gusta” en piloto automático a tus conocidos de Instagram, porque lo decisivo viene después. Pese a todo, nos atrae de forma insoslayable aunque solo sea para verificar si Grecia, Italia y Portugal nos dan el voto de rigor.
Impensable: que haya canciones con mensaje
El escenario de Eurovisión se ha convertido en la actualidad en atril para diversas reivindicaciones. Dinamarca presentó una canción antibelicista; Israel, una feminista y anti bullying; Italia hablaba del rechazo a la violencia; e Irlanda comparecía con unos actores interpretando una historia de amor homosexual. Esto antes no pasaba. El mundo es un hervidero de quejas y tiene todo el sentido (y es digno de elogio) que en un evento retransmitido para 200 millones de personas algunos aprovechen para hacerse eco de protestas sociales… siempre que no sea por oportunismo.
Impensable: que el patio de butacas sea un jolgorio
Agradecidos y emocionados: así reciben los espectadores que siguen la gala in situ cada una de las actuaciones. Entre bailes, aullidos de admiración y ondear incansable de banderas, una audiencia formada en un 99 % por hombres (según lo mostrado por las cámaras), la mayoría barbudos y cachas, contrasta con la imagen tradicional de un festival de pajarita, esmoquin, organza y pedrería. Vamos, que poca diferencia hay entre el Eurovisión de hoy en día y una edición cualquiera de Tomorrowland.
Aberración: que la gala se haga interminable
A las nueve en punto se alza el ficticio telón, y son cerca de la una cuando se da el nombre del ganador. Cuatro horas. La secuencia de canciones finalistas terminó a las 23.10, y casi sin darnos cuenta, sin que se ofrecieran grandes contenidos (aparte de resúmenes y la actuación del lacrimógeno Salvador Sobral), nos pusimos en las 23.55 cuando dieron comienzo las votaciones: casi tres horas antes de proceder a la traca final. Al término del maratón, entre el sueño y el sopor de la cena, la gran cantidad de participantes y la comprensible amnesia por la duración del evento hacen que a última hora uno no ya no sepa si la soprano operística era la representante de Estonia o la de Noruega.
Impensable: que el festival no se entienda sin Twitter
Exprimir al máximo el evento requiere una habilidad extraordinaria, pues hay que estar pendiente de varias cosas a la vez: el televisor, WhatsApp (conocer la opinión de tu cuñado resulta obligado) y, sobre todo, Twitter (por no hablar de manejar también unas cervezas y una pizza). Ya no nos vale con tener nuestra propia opinión de lo que estamos viendo, sino que necesitamos conocer ansiosamente qué opinan los demás. Sentirnos refrendados. De paso, podemos saber la opinión de famosos como Malú, que definía la actuación de Amaia y Alfred como “preciosa” y les deseaba mucha suerte.
Aberración: que Eurovisión sea actualmente un 'reality'
Lo que vimos en Lisboa en parte ya nos lo sabíamos. Ensayos, semifinales… todo ha sido previamente documentado y difundido por canales de televisión e Internet. Si pensamos, además, que últimamente el espectáculo se antepone a la música, conocer los golpes de efecto de antemano chafa en cierto modo la experiencia de la gala final. Admitámoslo: Eurovisión se ha convertido en un reality de una semana de duración, en el que los preparativos, las pruebas sobre el escenario, los cambios de vestuario, las historias personales de los cantantes (enfermedades incluidas), las apuestas y los cotilleos se acumulan hasta alcanzar el clímax el sábado por la noche.
Aberración: que salga un espontáneo
Nos quedamos de piedra: en mitad de la canción de la representante del Reino Unido, un individuo salta al escenario y le arrebata el micrófono. No es, sin embargo, la primera vez que sucede. Ya al español Daniel Diges le ocurrió algo similar. Y lo peor es que en los días previos al festival, en redes sociales se jugaba con la posibilidad de que un espontáneo tuviera su minuto de gloria para reivindicar alguna causa, como si fuera algo previsible. Al espectador añejo esto le habría sacado de sus casillas. Por suerte, comprobamos que no tiene efecto en el resultado final, ni para bien ni para mal.
Impensable: escuchar música country (o heavy metal)
En otros tiempos, el festival era una ocasión perfecta para paladear las delicadas melodías de la canción italiana, francesa… Pero la música de hoy es como el café de Starbucks: es igual aquí y en China. Eurovisión no se ha salvado de la globalización, como prueba que una canción de country-rock (estilo puramente estadounidense) se haya colado incongruentemente en representación de Holanda. Tampoco se habría comprendido en el pasado la aportación metalera de los músicos de Hungría. En realidad, ni siquiera se comprende en la actualidad.
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