ETA y nosotros
Hacía falta que alguien nos llevara al mundo de los silencios y las pintadas, las amenazas y los homenajes a los sicarios
Estos días he terminado de leer —con algo de retraso respecto a la media España que ya lo ha hecho— Patria, la gran novela de Fernando Aramburu sobre ese pedazo traumático de vida e historia que ha sido la existencia de tantos vascos bajo el terror de ETA. En un escritor de talento acrisolado no extraña que la novela sea un logro literario por derecho propio. Pero no creo que el autor se moleste si afirmo que estamos ante un caso donde la utilidad social del arte desborda con creces sus valores estrictamente estéticos. Toca estar de acuerdo con el filósofo Richard Rorty, que ha insistido muchas veces en que la literatura es más importante para hacer avanzar el progreso humano que la filosofía, al contribuir en medida mayor que aquella a ensanchar nuestra imaginación moral. La filosofía —incluyamos aquí la opinión que se publica en los periódicos— intenta convencernos de algún principio mediante razones a las que nuestros sesgos oponen resistencia. La literatura nos lleva sin esfuerzo al lugar del otro, haciéndonos más sensibles a sus motivaciones, miedos y sufrimientos.
Eso es precisamente lo que hace Aramburu, al transportarnos al opresivo ambiente de un pueblo guipuzcoano, innominado en el texto, que nos parece demasiado real. De su mano nos vemos forzados a imaginar el ostracismo al que se sometía a los disidentes en Euskadi, al menos en las pequeñas localidades: el mundo de los silencios y las pintadas, las amenazas y los homenajes a los sicarios, de las sibilinas estrategias de reclutamiento y el del asesinato tras la muerte civil. El mundo de los exilios. Hacía falta que alguien nos llevara a los españoles hasta allí. Porque digámonos la verdad: en España la lucha contra ETA nunca fue una causa, digamos, glamurosa. Las manifestaciones de repulsa tardaron en ser multitudinarias. Los necesarios cambios legales que permitieron afinar el combate contra la banda fueron contestados. Nunca se vendieron camisetas contra ETA ni se alcanzaron millones de firmas en cuestión de horas en alguna iniciativa contra el terror. No son pocos quienes aún hoy consideran de mal tono que haya quien se empeñe en recordar los centenares de crímenes sin resolver o en denunciar que la xenofobia —antiespañola, para más señas— continúa por otros medios y se reproduce en otros lugares.
Vedémonos por tanto la autocomplacencia, sin por ello ceder a la tristeza o al derrotismo. Porque motivos hay para el orgullo. Los historiadores del futuro podrán decir que hubo vascos –y fueron muchos– que dijeron que no, y que gente de toda España acudió en su ayuda. A nuestros villanos les salieron al paso nuestros héroes. De entre los valientes, hubo quien cayó, no quien fallara. Para ellos levantamos hoy un altar en la memoria, y a los muertos los cubrimos con un sudario de plata. @JuanCladeRamon
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