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La importancia de llamarse Bougainville

Louis-Antoine de Bougainville, nacido en 1729, fue nombrado conde por Napoleón.
Louis-Antoine de Bougainville, nacido en 1729, fue nombrado conde por Napoleón.Stefano Bianchetti (Getty Images)
Martín Caparrós

Un militar del siglo XVIII con nombre de flor, un aventurero sin miedo ni obsesión por trascender. Un inclasificable soldado al servicio de Francia.

HAY RINCONES QUE se vuelven un grito: una explosión de gozo. Alarde de colores en el sol, una manera de ensanchar el mundo. Aquí, las buganvillas. Caminaba por una calle colombiana tan brillante y pensaba en ese privilegio: que tu nombre se transforme en flores.

Louis-Antoine de Bougainville nació en París en 1729, hijo de un notario de la corte, rico y aplicado, que quería que fuera como él. Jovencito, estudió abogacía; en cuanto su padre tuvo a bien morirse se enroló en la Marina. Navegó, entró en combates, hizo muertos, le hicieron heridas. Tenía 26 años cuando se volvió casi famoso por un retruécano arrojado: el ministro a quien le pedía más tropas para defender la colonia francesa en Canadá se las negó, porque la madre patria estaba amenazada:

—Cuando se incendia la casa nadie se va a ocupar de los establos.

Le dijo, y Bougainville:

—Al menos, señor ministro, nadie dirá que habla usted como un caballo.

Era inquieto, emprendió expediciones. En 1763 fue hasta un confín del mundo: unas islas del Atlántico Sur a las que no se les pegaba ningún nombre. Dos siglos antes un inglés las había llamado Davis porque él mismo era Davis, otro les puso Hawkins porque él era Hawkins, un holandés intentó Sebald porque era Sebald Van Weert. Bougainville decidió cambiar el sistema: se ve que reservaba su nombre para más altas miras, y le puso Malouines, del gentilicio de los marineros de Saint-Malo que llevaba en su barco. El nombre, sabemos, sería tan discutido —también las llaman Falklands—, y todavía no se aclara.

Bougainville no se arredró: Francia acababa de perder una guerra y precisaba —aunque parezca un chiste malo— una inyección de orgullo, así que lo mandaron a dar la vuelta al mundo. Eran los días en que europeos lo suponían cubierto y lo surcaban para descubrirlo. El viaje duró tres años; fue increíble y Bougainville lo escribió para que fuera aún mejor. Contar, se sabe, siempre da más placer que hacer lo que se cuenta.

Su libro lo hizo famoso, él volvió a las andadas: se escapó de un combate en la guerra de Independencia americana, no lo dejaron buscar el Polo Norte, le cayó encima la Revolución y casi lo ejecutan. Pero Napoleón lo rescató y lo hizo conde y él, entre otras cosas, le regaló a su emperatriz una flor rara, tan exótica, que había traído de Brasil: la llamó bougainvillea, y fue su monumento.

Es muy impresionante que tu nombre sea el nombre de un placer, un estruendo del trópico. Los hombres más orondos —los que creen que triunfaron mucho— pueden creer que su recuerdo va a durar: su nombre en una placa pública, una calle, una escuela. Hace más de tres décadas, justo antes de morirse, Julio Cortázar me dijo que él no quería nada de eso —y pude pasar la grabación que lo decía en la inauguración de la plaza que lleva su nombre en Buenos Aires. Carlos Fuentes, en cambio, me dijo que él no quería ser estatua porque las cagan las palomas; sí una estampilla, para que lo lamieran.

Muchos quisieran algo así; poquísimos lo esperan. Es raro cuando un hombre o una mujer confiesa que confía en la inscripción de su recuerdo: cuando puede creer que lo merece. Además, ya casi todo tiene nombre en esta Tierra: muy pocas chances de acompañar a Bougainville en el paraíso de los sustantivos comunes. Sólo lo logran los empresarios más astutos: el señor Gillette, el señor Ford, el señor McDonald —que se volvieron nombres de una cosa. O, con sus ismos, algunos militares realmente tozudos: el cabo Franco, el cabo Perón, el cabo Chávez. Pero ya nadie puede ser una flor: ya nadie un roce suave, ya nadie aquel aroma, ya nadie el estallido de colores.

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