El mandato
El sexo puede convertir a cualquier personaje en un salvaje o sumirlo en el ridículo
Es evidente que no hemos venido a este mundo a creer en los dioses, ni a resolver el teorema de Pitágoras, ni a construir el Partenón, ni a escribir La divina comedia, ni a levantar arcos de triunfo, catedrales y estatuas a los tiranos. A este mundo hemos venido simplemente a cumplir el mandato primordial de la naturaleza que consiste en reproducirnos transmitiendo genes, un trabajo ciego e inexorable destinado a perpetuar la especie sin un fin determinado. La divina comedia, la duda de Hamlet o la teoría de la relatividad a la naturaleza parece que le traen sin cuidado. Para cumplir su mandato, la vida ha dotado a las personas, incluso a las más exquisitas, del mismo impulso genésico de los animales, que hasta ahora no ha podido ser controlado por la cultura con los tabúes y el Código Penal ni por la religión con el pecado y la amenaza del infierno. Por un lado, necesario e inevitable, por otro, reprimido y castigado, el sexo produce placer y desolación, neurosis y felicidad, atracción y repulsa, violencia y ternura, amor y perversión. Ese instinto básico rompe todas las barreras del honor y del prestigio social; asoma por debajo de los ornamentos sagrados, de las togas de los jueces, de los uniformes más entorchados; el albañal del sexo lo comparten papas y cardenales, artistas consagrados de Hollywood y académicos del Premio Nobel con las manadas de los lobos violadores. A cualquier personaje lo puede convertir en un salvaje o sumirlo en el ridículo. El sexo hace débiles a los poderosos, puesto que los deja desguarnecidos a merced de espías, conspiradores y chantajistas; en cambio, para los desheredados de la tierra el sexo constituye un arma demográfica invencible para apoderarse del planeta. Les basta con cumplir felizmente el mandato de reproducirse sin medida ni destino que les ha impuesto la naturaleza.
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