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Tribuna
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Ante lo peor sólo queda lo último

El independentismo ha logrado internacionalizarse en los tribunales y Puigdemont está demostrando una dureza y una capacidad de resistencia inesperadas. Suena desesperado, pero esperaremos que entre los partidos surja un líder providencial

Jordi Ibáñez Fanés
NICOLAS AZNAREZ

Al parecer, la cuestión catalana ya deambula por los arrabales de lo peliagudo, más allá de los cuales todo es turbio e incierto. ¿Tiene o no tiene derecho Jordi Sànchez a ser elegido presidente de la Generalitat? ¿Está bien fundamentada la atribución de un delito de rebelión? O: ¿hubo violencia? Y si la hubo, ¿lo fue en grado tal que justifique peticiones de prisión que pueden llegar a los treinta años y que permita la equiparación con los guardias civiles que entraron a tiros en el Congreso de los Diputados el 23-F? Ha sido tan exitoso y tan cómodo llamar golpistas a los líderes independentistas que cuando desde Alemania se ha disentido sobre las implicaciones penales de este símil la perplejidad y la consternación se han adueñado de todos aquellos que aplaudían y jaleaban la sólida fiabilidad de lo alemán. Sin embargo, cualquiera que haya seguido cómo la prensa alemana trataba la cuestión del proceso —a derecha y a izquierda— ya podía por lo menos haber sido un poco más cauto con la actitud de los jueces alemanes ante algo que también aquí, y no solamente en las filas del independentismo, se consideraba expuesto al reproche de la desmesura. ¿Por qué atribuir rebelión, si sedición era ya muy duro? ¿Por qué ir a lo peor, si aplastando y humillando con penas “ejemplarizantes” no se lograba nada que fuese realmente ejemplar para un país que debe levantar la mirada y pensar también en el futuro? Claro, claro: los jueces son independientes, y por descontado que hay separación de poderes en España, por lo menos formalmente. Pero el primero que habló de rebelión fue el fiscal general del Estado, que es un cargo que depende del Gobierno.

El Estado de derecho es infinitamente invencible en su serena solidez, no en su sobreactuación

Y por supuesto que en España no se persiguen ideas políticas. Pero la contradicción está ahí: algunas ideas políticas sólo pueden llevarse a cabo rompiendo el orden constitucional establecido, como el plan organizado políticamente de segregar y lograr la independencia de un territorio del Estado. ¿Acaso alguien cree seriamente que eso puede lograrse pactando dentro del marco legal? De modo que no se persigue la idea en la medida en que puede ser un teorema privado o una elucubración intelectual, faltaría más. Pero sí cuando responde a una acción política organizada que busca resultados políticos concretos que fuerzan violentar las leyes. ¿Y por qué es legal poner en un programa para unas elecciones el propósito de llevar a cabo algo a todas luces ilegal? Esa es otra cuestión peliaguda que los alemanes sólo pueden contemplar con aires de suficiencia. Allí está directamente prohibido organizarse políticamente para conseguir lo que la Constitución considera inadmisible. La fractura territorial de la Federación o su transformación en un Estado totalitario no se admiten en el juego político.

El Estado español parece dominado por sus fantasmas. Por un lado quiere ser liberal y garantista: “Usted piense como quiera, faltaría más”. Por el otro, cuando este pensamiento se convierte en acto no puede refrenar una reacción de carácter y usa el Gran Poder cuando jurídicamente también hubiese sido muy eficaz recurrir a un poder más mesurado. Se intuye un nivel de escándalo y de indignación en el instructor que no es evidente que hayan facilitado el temple que el caso exigía. El Estado de derecho es infinitamente invencible en su serena solidez, no en su sobreactuación, no cuando se muestra con carácter. La reacción airada y ofendida porque un simple tribunal “provincial” alemán le enmendaba la plana a todo un juez del Supremo ya denota una mala percepción de la realidad en la que nos movemos. Y produce desazón que lo que tantas voces perfectamente cualificadas consideraban posible, o probable, haya pillado (aparentemente) tan por sorpresa al Gobierno y al Supremo. Hay en esa imprevisión algo que inquieta y preocupa profundamente, porque transmite la idea de que frente al independentismo se ha pasado de una especie de quietud hindú —no exenta de soberbia y desprecio— a la bravura del golpe de carácter —tampoco exenta de improvisación lanzada a la acción-reacción—. Frente a ello no diremos que el independentismo haya sido más noble. Sólo ha sido más listo.

Ahora, a cada golpe de carácter, los secesionistas se asientan más y mejor en el suelo

El hecho es que ahora a cada golpe de carácter los secesionistas se asientan más y mejor en el suelo. Y no debemos equivocarnos sobre dos cosas que ya no deben perderse de vista: que el independentismo ha logrado en los tribunales lo que no conseguía en las cancillerías: internacionalizarse. Y la otra: que Puigdemont está demostrando una dureza y una capacidad de resistencia que, guste o no, lo están forjando, con o sin balizas de seguimiento, como lo que sin duda siempre quiso ser: un líder indiscutible, y en todo caso más mesiánico que el aprendiz de brujo que lo propuso de presidente en enero de 2016. Hace meses escribí un artículo en EL PAÍS de Cataluña diciendo que Junqueras en la prisión era la experiencia de lo real, y Puigdemont en Bélgica era el viaje hacia lo irreal. Pues bien, me equivoqué: lo irreal ha salido de la cárcel de Neumünster dotado de una realidad que parece hecha para que los golpes de carácter del Estado español reboten. Y sí: los prime time casi diarios que TV3 le ha dedicado estos últimos meses han contribuido a ello. Pero si no se decidió en su momento incluir la intervención de TV3 en el 155, ¿de qué sirve ahora lamentarse o pretender rectificar (cuando ya es más que demasiado tarde)? El hecho es un Puigdemont crecido y desatado. Mientras tanto, los políticos sometidos a una larga prisión preventiva, comenzando por Junqueras, constituyen un agujero negro de consecuencias absolutamente imprevisibles para el propio Estado. Es fácil decir que serán juzgados, condenados y punto. Pero hay demasiados ciudadanos en España poco o nada dispuestos a verlo así de fácil. Si los jueces pueden vivir en un universo donde impere la máxima del fiat iustitia, pereat mundus, los políticos es evidente que no pueden permitirse la arrogancia de lo formal arrollando a lo real. La ley es sagrada, sí. Pero sin política, la ley oscila entre lo ciego y lo demasiado expuesto a interpretación, y su dureza se transforma en fragilidad. En eso acaba la famosa judicialización de la política. No sólo es un fracaso de la política, es un desastre para los ciudadanos de este país. ¿Era ese el alto precio que Pérez Rubalcaba dijo que el Estado debería pagar para acabar con el desafío independentista?

¿Hay alguna esperanza de salir del atolladero? Sí ha de haberla, suponiendo que esté agazapado (o agazapada) en cualquiera de los partidos con posibilidades de gobernar un o una líder con altura de miras, con una inteligencia estratégica capaz de poner las luces largas, con capacidad de liderar y generar las complicidades necesarias para acometer las grandes reformas que este país necesita, para proponer un proyecto que ilusione y convenza y que nos ayude a no quedar embarrados en el laberinto catalán. No debe perderse esta esperanza, aunque sea lo último que nos quede, y aunque la invocación de un líder providencial tenga ya mucho de desespero.

Jordi Ibáñez Fanés es escritor y profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Pompeu Fabra.

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