La primera vez que hablaste y su valor en la adquisición del lenguaje
Los niños adquieren su primera lengua en un proceso largo, que abarca de cinco a seis años y que basa su éxito en la constante interacción con otros hablantes
La lengua materna se adquiere, las segundas lenguas se aprenden; lo de hablar lo adquirimos de bebés, pero a escribir aprendimos en el colegio. Es una diferencia fundamental que no tienen en cuenta quienes nos quieren vender métodos de idiomas “naturales” que te enseñan “como cuando eras bebé”. La diferencia entre adquirir una lengua (con interacción, sin enseñanza explícita, en entorno familiar) y aprenderla (en un centro de enseñanza, con apoyo académico y atención a la forma gramatical) explica que el proceso de adquirir sea exitoso en general, y el de aprender, en cambio, sea largo y complejo. A diferencia de lo que ocurre en los procesos de aprendizaje, en los de adquisición no sentamos a los niños a aprender palabras ni a conjugar verbos, todo se genera en la interacción cotidiana. No basta con que te “llueva” el idioma: tienes que intervenir para adquirir. La mera exposición a una lengua no garantiza el aprendizaje: podemos pasarnos años escuchando neerlandés en el coche, pero no vamos a aprender nada si no hay alguien que nos sirva de mediador con esa lengua.
Los niños adquieren su primera lengua (o sus primeras lenguas) en un proceso largo, que abarca de cinco a seis años y que basa su éxito en la constante interacción con otros hablantes. Un proceso sin libros y sin planificación que da lugar, en la generalidad de los casos, a una adquisición completa de la lengua materna, que luego en las escuelas se amplía con los recursos de la escritura y el vocabulario especializado. ¿Qué hacemos y qué sentimos cuando hablamos por primera vez? ¿Cuándo y cómo fue esa primera vez en que ‘hablábamos’?
Comenzamos a decir las primeras palabras en torno al año de vida; no obstante, cuando éramos bebés, empezamos a establecer contacto con nuestro entorno a través de recursos de varios tipos: visuales, olfativos, táctiles. Teníamos aptitudes para la comunicación desde el nacimiento y tuvimos conciencia de que ‘hablábamos’ (o que ‘comunicábamos’) por primera vez desde el momento en que percibíamos que externamente se daba una respuesta a un balbuceo o un lloro. Si de bebés hacíamos alguna de esas cosas y nuestros padres, como es lógico, aclamaban un “pa”, un “u” o un balbuceo cual gol del Betis, ya empezaron a enseñarnos qué es la comunicación: un proceso que se basa en la reciprocidad de recepción y producción de mensajes. Cuando una emisión cualquiera se nos contestaba, de la forma que sea, posiblemente sentíamos que hablábamos por primera vez.
Desde esa percepción intuitiva de qué es un proceso de comunicación hasta que se da la adquisición completa de una lengua (o varias), van pasando etapas que cubren los primeros años de la vida de cualquier individuo, hasta al menos los cinco años. Se comienza con los balbuceos, que consideramos una especie de ‘entrenamiento’ y que desde los seis meses se van orientando ya cada vez más hacia la imitación concreta de sonidos. Cumplido el año, el proceso se acelera y las etapas ya verbales empiezan a recibir nombres distintos según el número de palabras que se usan: se habla de etapa holofrástica cuando la palabra representa a toda una frase (‘ahí’ significa ‘súbeme en brazos’) y de etapa telegráfica cuando se hacen frases de dos palabras (‘casa ahí’ es ‘nuestra casa es esa que señalo’).
La adquisición se desarrolla de una forma u otra según el ambiente lingüístico en que se crezca. Si es un ambiente lingüístico multilingüe, el niño lo será, posiblemente con una ‘fase silenciosa’ algo más larga que la de un niño monolingüe, pero con la misma efectividad al desencadenarse. Aunque hay algún garrulo que piensa lo contrario, adquirir más de una lengua nunca perjudica el dominio de ninguno de los idiomas implicados. De hecho, es bastante común que, si no dos lenguas, cuando hablamos por primera vez estuviéramos expuestos a más de una variedad (la de familiares de distinta procedencia, la del estándar de la televisión) con inflexiones y acentos que no tenían por qué coincidir con la variedad de nuestra casa.
Los que hablan por primera vez son también los que más se atreven a crear y probar qué se puede hacer con la lengua que están adquiriendo
Los que hablan por primera vez son también los que más se atreven a crear y probar qué se puede hacer con la lengua que están adquiriendo. Todo ese miedo que tenemos a hablar y a probar cuando aprendemos una segunda lengua no lo tuvimos, afortunadamente, cuando estábamos hablando por primera vez. Prueba de esa valentía y de ese lanzarse a comunicar sin reflexión es el fenómeno que suele aparecer en torno a los tres años: la sobrerregulación. A esa edad fuimos generando nuestras propias reglas gramaticales y las extendimos a casos donde la lengua que hablábamos tenía excepciones. Pondremos casos del español: de alternancias del tipo ‘masculino en o’ / ‘femenino en a’ (niño –a), un crío puede extraer la regla que lo haga decir que quien se acaba pronto la comida es un ‘campeono’ o una campeona. Si un niño sabe que hablar ‘flojito’ es hacerlo ‘con poca intensidad’, puede avisar de que va a compartir su juguete con sus primas, pero que compartirá ‘flojito’. Viendo que de ‘dibujo’ sale ‘dibujar’, creará de ‘manta’ el verbo ‘mantar’ y dirá ‘mántame’ por ‘tápame con la manta, arrópame’. Como construye los imperfectos de la primera conjugación (los acabados en –ar: cantar, dibujar) con una ‘be’ (por ejemplo, estaba), va a decir también ‘dormiba’ o ‘comiba’ para los imperfectos de la segunda o la tercera.
De estudiar este proceso y analizar los trastornos en el desarrollo del lenguaje se ocupa la Lingüística Aplicada, por ejemplo, mediante la transcripción de horas de grabaciones de niños interactuando entre ellos y con adultos; sobre ese material se van tomando datos para las investigaciones: así el amplísimo corpus Koiné de la Universidad de Santiago de Compostela, que se encuentra recogido en el portal norteamericano CHILDES junto con otros corpus de adquisición de lenguas.
Cuando hablábamos por primera vez, generábamos formas incorrectas para la norma del idioma pero completamente lógicas en un sistema en el que íbamos buscando crear regularidades. También llamábamos “mamás” a todas las mujeres que veíamos por la calle o “pelotas” a toda forma redonda que viéramos en el cielo. Adquirir era generalizar para luego aprender a restringir. El tiempo se encargó de enseñarnos las irregularidades en la lengua... y en otros ámbitos también.
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