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Las mujeres libres de Isabel Villar

Andrea Aguilar

Esta pintora salmantina lleva más de cinco décadas con el pincel en la mano. Sus cuadros, inquietantes y humorísticos, recrean el mundo femenino, las fieras y las familias.

Lupe de la Vallina

Su vida ha transcurrido entre cuadros y pinceles. Pintora, además de esposa y madre de pintores. Hay algo natural, sencillo, inevitable y, francamente, enigmático en la obra de Isabel Villar (Salamanca, 1934), y en la manera directa y reservada que tiene de hablar sobre ella, sin aspavientos ni artificio alguno.

Sus icónicas muchachas desnudas y mujeres embarazadas, a veces solitarias y libres en campos de flores, otras veces retratadas bañándose en grupo o junto a amables fieras, siempre en coquetos jardines, tumbadas o volando por el cielo, hablan de una libertad femenina en estado primigenio: un paraíso sin ropa y sin sonrisas, con la mirada soñadora y concentrada.

“La independencia de la mujer estaba siempre en segundo plano. Quería demostrar que yo pintaba como tal”

Su visión, como demostró la exposición que la galería Fernández-Braso le dedicó en Madrid a principios de 2018, resulta tan relevante hoy como a finales de los años sesenta, cuando Villar empezó a dibujar a esas mujeres y niñas rompiendo con el imperativo de la pintura abstracta que dominaba la escena en aquel momento. “Mi ingenuidad está hecha adrede. Cuando empecé, si no eras abstracto, no eras nada. Y yo siempre he sido un poco ‘de qué se trata que me opongo’. La independencia de la mujer estaba siempre en un segundo plano, y yo la pasé al primer plano. Quería demostrar que yo era una mujer y pintaba como tal”, cuenta en el estudio acristalado de su casa de Madrid, un espacio que tiene algo de confortable invernadero montado al fondo de la terraza. Esta mañana de enero lo está desmontando para instalarse en el otro, aquel que ocupaba su esposo, el pintor santanderino Eduardo Sanz (1928-2013), donde en los últimos años prefiere pintar. Con su marido la conversación sobre pintura discurría sin pausa, y continúa con su hijo el artista Sergio Sanz, que vive y pinta también en este mismo edificio. “Suelo entrar a ver sus cuadros, me interesan porque hace lo que le da la gana, son muy personales”.

La pintora con uno de sus lienzos.
La pintora con uno de sus lienzos.Lupe de la Vallina

Villar tuvo de niña su primer estudio en el trozo de la galería que le cedió su abuela Ana Mirat en su casa en la plaza Mayor de Salamanca. Cuenta que desde siempre estuvo “muy inclinada” a la pintura; de alguna manera lo suyo con el dibujo le venía de familia, y la familia, o las familias, también entraron y entran aún en sus lienzos. Con un punto inquietante y humorístico a partes iguales, en muchos de sus cuadros hay jirafas, leones, tigres, gacelas o monos junto a esos grupos de niñeras, padres con chaleco y pajarita, y niños envueltos en puntillas con un aire burgués novecentista. ¿Las fieras domadas que esconde todo grupo familiar? “Mi abuela me regaló un álbum de fotos familiares que me encantó y entonces hice una exposición inspirada en esos retratos de mi familia y añadiendo los animales”, explica. “Los animales salvajes son pura utopía contra un mundo que no te gusta, tan tranquilos entre las personas que no se entienden. Esos cuadros me divierten. Y yo no sufro pintando, siempre me lo he pasado muy bien”, dice, antes de añadir que con los años —más de cinco décadas con el pincel en la mano— hay muchas cosas que ahora resuelve con más facilidad.

Esculturas de las mujeres de sus cuadros.
Esculturas de las mujeres de sus cuadros.Lupe de la Vallina

El padre de Villar, ingeniero de Montes, era buen dibujante, su tío Manolo le mostraba catálogos de artistas contemporáneos como Picasso cuando cada jueves almorzaban juntos. “Lo de la pintura lo dejé claro en casa”, cuenta, y recalca que logró aprobar la prueba de acceso a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en Madrid a la primera, en 1953. Había 10 chicas. Ella aún tardaría más de una década en llegar al estilo ingenuista que define su obra.

Villar buscaba en los setenta marcos en el Rastro para enmarcar sus cuadros.
Villar buscaba en los setenta marcos en el Rastro para enmarcar sus cuadros.Lupe de la Vallina

Villar coincidió en la Escuela, entre otros, con Manolo Alcain, Manuel Alcorlo y Eduardo Sanz, su futuro esposo. “Fuimos compañeros de verdad. Siempre fue muy forofo de mi pintura, y creo que si él no hubiese sido pintor no nos hubiésemos casado”. Juntos vivieron en Santander antes de instalarse en Madrid y llegar al edificio de la calle de Emilio Rubín, diseñado por Daniel Zarza, donde también se encontraba la primera sede de la editorial Siglo XXI y donde acabarían trasladándose otros colegas como Eduardo Úrculo o Juan Romero, y amigos como Santiago Roldán. Las paellas que montaban los domingos en el jardín eran punto de encuentro de pandillas y amigos. Y un año se animaron a pintar un Belén con un autorretrato de Úrculo haciendo las veces de san José y con Sanz como ángel anunciador. “Aquella fue una época muy divertida”, recuerda la pintora.

De arriba abajo, los pinceles de Villar; retrato de la pintora; y serigrafía de una mujer con mantilla y tigre.
De arriba abajo, los pinceles de Villar; retrato de la pintora; y serigrafía de una mujer con mantilla y tigre.Lupe de la Vallina

Fue en esa etapa de finales de los sesenta cuando dejó la artesanía (espejos, cabeceros, biombos y muebles), con la que había tratado durante unos años de ayudar a la economía familiar y regresó a los pinceles. Aquellas piezas artesanas de hoja de lata “funcionaban divinamente”, pero sus cuadros también. Villar habla de los coleccionistas modestos que en los setenta se animaban a comprar. “Hoy los jóvenes muchas veces no pueden comprar pintura con esos sueldos que cobran”, apunta. “Y también parece que se pasó de moda lo de ir a exposiciones y a galerías y comprar”. Pero a Villar no le han faltado devotos seguidores. Entre su legión de admiradores se han contado desde las escritoras Josefina Aldecoa y Carmen Martín Gaite hasta Fernando Savater, que en un texto de los años setenta escribía sobre la placidez de las mujeres retratadas por Villar: “Muy lejos de la insensibilidad, devastadoramente perceptivas para bien o para mal, están imborrablemente conscientes en su jardín”.

Retrato realizado por Isabel Villar de un grupo de amigos.
Retrato realizado por Isabel Villar de un grupo de amigos.Lupe de la Vallina

La obra de Villar está también en una veintena de museos y colecciones españoles, desde el Reina Sofía hasta la Biblioteca Nacional. Muchos niños crecieron con alguna de sus obras sobre el cabecero. Y Villar también ha tenido un lado más pop, con portadas de discos como el de Caminemos, de María Dolores Pradera, hasta carteles de películas de Fernando Trueba (Mientras el cuerpo aguante) y Basilio Martín Patino (Los paraísos perdidos).

Detalle de uno de sus cuadros.
Detalle de uno de sus cuadros.Lupe de la Vallina

A menudo era la única mujer en las exposiciones colectivas —“éramos muy pocas pintando”— y se resistió a seguir el camino de la enseñanza que siguieron muchas de sus colegas, como la también salmantina Teresa Martín Gaite. Cita a compañeras de generación como Amalia Avia e Isabel Quintanilla, y explica que las exposiciones solo de pintura hecha por mujeres era algo que de alguna manera rechazó, lo entendía como una forma de discriminación. ¿Tenían ellas menos espacio? “¿La visibilidad? Era normal. Mis cuadros los veían distintos, personales, fuera de lo catalogable, los apreciaban con cariño y respeto”, asegura.

Villar, sus mujeres, familias, toreros y fieras siguen adelante. Cada día pasa delante del caballete un par de horas. Trabaja siempre a partir de un croquis y sabe adónde va. No hay duda. 

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Sobre la firma

Andrea Aguilar
Es periodista cultural. Licenciada en Historia y Políticas por la Universidad de Kent, fue becada por el Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia en Nueva York. Su trabajo, con un foco especial en el mundo literario, también ha aparecido en revistas como The Paris Review o The Reading Room Journal.

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