_
_
_
_
MIRADOR
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los rotos

En todas partes parecen surgir diferencias irreparables que condenan a cada país a vivir dividido en dos

David Trueba
Juan Manuel Santos firma el acuerdo de paz junto a Timochenko, máximo líder de las FARC.
Juan Manuel Santos firma el acuerdo de paz junto a Timochenko, máximo líder de las FARC. EFE

En Colombia llaman a la ruptura una terminada. Las terminadas sucesivas componen la educación sentimental. Pero quizá la idea de terminar una relación como algo conclusivo y definitivo deja de lado lo que contiene la palabra ruptura de diferente. Porque lo quebrado no está finalizado, sino que se prolonga como un eco y cualquiera sabe que los rotos del pasado perduran dentro. En cierto modo, los colombianos lo aprendieron con el referéndum que coronaba las negociaciones de paz entre Gobierno y guerrilleros de las FARC. La victoria del no puso en evidencia lo latente desde tiempo atrás: la partición cada vez más profunda de la sociedad en dos mitades irreconciliables. Tras las votaciones del domingo se reafirma que la batalla para elegir al sucesor del presidente Santos se libra en los extremos de esa ruptura que con tanto veneno alimentó un despechado Uribe, sombra rectora de la derecha que se enfrenta al izquierdista Petro.

Pero no se trata de algo local ni que se circunscriba a los caracteres latinos, sino que vive un periodo de expansión general, convertida ya la disputa política en una especie de dicotomía universal. En todas partes parecen surgir diferencias irreparables que condenan a cada país a vivir roto en dos, un poco al modo en que los parisienses trazaban una raya radical entre la orilla derecha e izquierda del Sena. Esta facilidad para dividir, para aceptar que el de enfrente es enemigo, ha permitido que los líderes políticos ya no busquen un consenso sino capitanear una de las facciones. Subidos a una ola favorable, tratan de alcanzar los números para imponerse aunque sea por la más ridícula de las ventajas. Basta con vencer por la mínima para así negar y desautorizar a los rendidos perdedores.

La inevitable consecuencia de esta estrategia de choque entre opuestos es el surgimiento de una camada de líderes oportunistas, pues el oportunismo es el arte de aprovechar la coyuntura favorable, el impulso más efervescente, sin ofrecerse para la mediación y el acuerdo sino para capitanear una facción hasta donde lleguen las fuerzas. Presuponen que toda ruptura arroja dos bandos pero se equivocan, mejor sería decir que nos equivocan, que juegan a equivocarnos. Porque todo el mundo sabe que lo roto requiere pegamento, reconciliación, recuperación de lo que abrazaba. Dos partes rotas son inútiles ambas. Empiezan a proliferar los países rotos en dos orillas, caldo feliz de los oportunistas, incapaces de mirar más allá de su ambición por terminar definitivamente con el otro, ignorantes de que uno es todos sus fragmentos, sin exclusión. Las rupturas no son finales, son continuaciones cargadas de complejidad.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_