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Carta blanca
Columna
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Recuerdos para el porvenir

Una semblanza del curso 1975-1976, en el que el autor intimó con la gran literatura. Su maestro tenía nombre. Y también una mujer bella y enigmática.

QUERIDO XOSÉ Toba Quintáns: eras de Muxía, en plena costa de la Muerte, de la que se contaban historias de romerías y naufragios. Lo dijiste un día como quien no quiere la cosa. Acababas de terminar la carrera de Letras en Santiago de Compostela y tenías ese aire tímido, jerséis ajustados y pantalón acampanado, de quien había trabajado mucho, porque en tu casa no sobraba nada. Gracias a ti, en aquel curso puente de FP-1 a FP-2, aprendimos mucho de literatura. En tus clases, con la fuerza del torrente, aparecían Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, y más tarde los grandes poetas del 27: Jorge Guillén, que parecía ser tu favorito, en concreto el poema ‘Sol en la boda’, que nos leíste y nos hiciste leer a ver cuánto entendíamos; García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda y dos malabaristas del verso, Gerardo Diego y Rafael Alberti.

Ir a tus clases era algo especial. Ofrecías gestos de complicidad y eras uno de los nuestros: te gustaba el fútbol, jugabas de interior, te definiste como pundonoroso más que estilista. Entendías con una sonrisa condescendiente y pícara nuestros desafueros y parecías sentir una indefinible afinidad con los que éramos chicos de aldea como tú. De vez en cuando se te escapaban algunas palabras en gallego y parecías disfrutar cuando recitábamos alineaciones de fútbol o contábamos algún combate de boxeo. Un compañero (creo que era Cazus) escribió un cuento ingenioso donde unía un accidente de coche y la derrota del púgil Perico Fernández por “la puta calor”. Los cuentos nos llevaron a Julio Cortázar y nos enseñaste a leer su relato ‘Todos los fuegos el fuego’, cuyo tema central, dijiste, era la pasión amorosa y el deseo sexual en los tiempos de Roma y en el moderno París.

Y de repente, inolvidable Xosé Toba Quintáns, que solías recordar que la novela La hija del mar, de Rosalía de Castro, sucedía en tu pueblo, nos hablaste del boom latinoamericano: de Borges, Cortázar, Juan Carlos Onetti, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Fue como si alguien nos arrojase en el territorio de las maravillas y los prodigios. Un día me invitaste a tu casa en la calle de San Andrés, me mostraste los apuntes de la carrera, los mismos que usabas para impartir las clases, y tu biblioteca. Tu pasión parecía ser Ernesto Sabato, en particular Sobre héroes y tumbas, aunque también tenías El túnel y Abaddón el exterminador. Creo que estaban encima del armario de tu dormitorio. La casa estaba llena de libros.

En un instante, apareció tu mujer: bella, enigmática, joven, con el pelo oscuro muy largo y no sé si tímida o más bien indiferente. Cuando salí a la calle con una edición de Cien años de soledad, tuve la sensación de que aún te admiraba mucho más. Miro hacia atrás, hacia aquel curso 1975-1976, en la Universidad Laboral Crucero Baleares de A Coruña, y me doy cuenta de que fuiste determinante, auroral: el primer gran maestro para la vida que me esperaba. 

Antón Castro es escritor, periodista y dramaturgo. Dirige los encuentros literarios de Albarracín.

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