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Los sabios nunca ganan en las carreras

MI QUERIDO PACO SALAS: Hace ya medio siglo que nos conocemos, y es buen momento para hacer memoria de esos 50 años de amistad. Hay un prurito muy masculino que trata de evitar a toda costa entrar en el espacio de los sentimientos, por considerarlo ñoño, aburrido y falto de interés. Y eso es precisamente lo que quiero hacer en estas líneas: celebrar nuestra divertida, entrañable e incontrovertible amistad, tan viva y tan sentida hoy como entonces.

Tuve ocasión de conocerte a través de un amigo común, vecino mío, José Luis Chousa, en cuya casa pasabas muchas tardes jugando a las cartas, que era una de esas diversiones muy de aquellos años, cuando los naipes y los tebeos rellenaban los ocios de los jóvenes. Unos jóvenes que podíamos pasar por criaturas galdosianas por nuestro modo de comportarnos y por el contexto que nos rodeaba. El franquismo había ralentizado el tren de la historia —lo mismo que hizo el comunismo en Rusia y sus países satélites—, y esa marcha pautada por relojes parados nos procuraba algo que luego perderíamos sin remedio: la posibilidad de ser felices por el mero hecho de jugar al tute o intercambiar tebeos.

Hace ya medio siglo que nos conocemos, y es buen momento para hacer memoria de esos 50 años de amistad

Pongamos que nuestra amistad echó a andar en 1968, una fecha que siempre viene bien como inicio de todo lo que vendría después, pues los tambores de ese año emblemático siguen resonando en nuestro interior como el tam-tam de los pigmeos bandar en la Selva Profunda del Hombre Enmascarado. En 1968 todavía vivía Rita Macau —moriría dos años después en Barcelona, víctima de un accidente de automóvil—, mi novia, una chica muy pálida, muy guapa y muy inteligente que se hizo, al mismo tiempo que yo, íntima amiga tuya. Los tres íbamos al hipódromo todos los domingos de primavera y de verano, pues tú, querido Paco, eras un loco del turf, como el maestro Fernando Savater, y nos inyectaste en vena el amor por las carreras de caballos. Allí, siguiendo tus consejos, apostábamos a tal o cual caballo las escasas pesetas que éramos capaces de reunir —extraídas de la generosidad de nuestros mayores—, e indefectiblemente perdíamos, pues es sabido que los sabios, y tú eras —y sigues siendo— un sabio Salomón en materia equina, nunca ganan en las carreras.

In illo tempore estrenaron Bonnie & Clyde en los cines de todo el mundo, y tú pergeñaste una letra, dedicada a Rita y a mí, con el fondo musical de la canción fetiche de esa película. Entre otras cosas, nos decías que éramos la pareja ideal y que nuestra suerte en el hipódromo empezaría a cambiar cuando ignorásemos tus hípicas erudiciones y tus épicos chivatazos. Seguimos perdiendo en el hipódromo después de tu canción, pero lo hicimos con la música victoriosa que nos habías prestado. Luego Rita murió. Tú y yo nos casamos, tuvimos hijos —el tuyo, Guillermo, es ahijado mío—, dejé de ir al hipódromo, publicaste no sé cuántos libros sobre el tema de tus entretelas (madres de ganadores y toda esa parafernalia turfística)… Y seguimos siendo amigos de verdad (tipo Orestes y Pílades o Eneas y Acates, por lo menos), y, aunque todo lo que he contado sea más bien corriente y no incluya crímenes, ni desafíos, ni traiciones, me gusta recordarlo aquí, medio siglo después, y enviarte esta carta en la que renuevo mis votos de amistad, plenamente consciente de que esos votos son para siempre y de que no necesitan ser renovados. 

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