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La ‘mujer que no sabe’ se rebeló contra el maltrato

La ecuatoriana Ana María Guacho logró escapar de la humillación y los golpes de su marido impuesto y de la familia de este. Ahora se dedica a ayudar a otras mujeres y es considerada una sabia

Ana María Gaucho junto a su hija, en la Casa de la Mujer.
Ana María Gaucho junto a su hija, en la Casa de la Mujer.Tali Santos
Riobamba, Ecuador -
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Cada noche, Ana María Guacho sentía lo mismo. El mismo asco, la misma soledad. Un hombre de casi 30 años invadía y penetraba su cuerpo adolescente, creyéndose él en el derecho de hacerlo y ella en la obligación de aceptarlo. La humillaban el roce de aquellas manos toscas que pretendían caricias en su piel salpicada de los moretones que le quedaban tras cada jornada; el baboseo con pretensiones de besos. Cada día era igual: palizas que provenían de esas mismas manos toscas, las de un desconocido que sus padres le habían impuesto como marido, y también de la familia de ese hombre: una especie de daño colateral de aquella unión. La golpeaban por no saber moler el fréjol, el maíz, la cebada.

"Mi suegra pegaba, mi cuñado pegaba, mi marido también pegaba, porque decían que yo era una karishina [mujer que no sabe, ni hace los quehaceres domésticos de la casa], que era incapaz de hacer nada. Pero es que yo no sabía hacer esas cosas, sino otras. A mí me cogió todo como nueva, porque ellos tenían animales y a mí me mandaban a sacar la hierba, pero no era hierba, sino que era penco, cabuya. Y, ¡uy!, yo era peor que Jesucristo: pinchada, picada, lastimada, cortada. Y mi cara no era cara, mi cuerpo no era cuerpo, pies no eran pies, mis manos no eran manos. Y así tenía que regresar al mediodía, y cuando volvía, ahí mismo me pegaba mi marido diciendo que estaba ociosa, que era lenta, que los animales tenían hambre", recuerda.

Ha pasado mucho desde entonces. "Casi 50 años", se sorprende Gaucho, de 69, levantando las cejas y dejándolas en alto en medio de una sonrisa de aparente resignación. Con su actual visión de la vida, de lo que significa ser persona, hombre o mujer, de su dignidad, sin olvidar su "cosmovisión indígena" —aclara—, da un nuevo sentido a aquello que experimentó cada noche durante los seis años que duró aquel matrimonio impuesto. "Fue una violación más que nada, porque fui obligada", afirma. Y eso, haber sido violada, aún le duele. Y entiende el dolor de quienes han sido sometidas a aquel acto perverso.

Actualmente, preside la Asociación Comunitaria de Desarrollo Integral Guamán Poma, en Riobamba, capital de la provincia de Chimborazo (Ecuador). Se trata de un grupo que, según su propia definición, trabaja “por una justicia igual para todos, por la recuperación de los valores comunitarios, por el acceso al conocimiento, por la dignidad de la mujer indígena…”. También participa en actividades que se desarrollan en la Casa de la Mujer, un programa de la Coordinadora Política de Mujeres Ecuatorianas que ella fundó junto con otras líderes en esta provincia, en 1996 y que en Chimborazo tiene su sede en un edificio vetusto de dos plantas.

Ana María es ahí una líder de referencia y Azucena Aucancela, la segunda de sus tres hijas, es la directora. El programa cuenta con 152 mujeres como miembros, pero solo unas 35 están activas. Son mestizas e indígenas que imparten talleres de manualidades a otras mestizas e indígenas. Les enseñan a hacer collares, aretes, a tejer bolsos. Ella es una mujer pequeñita, de 1,45 metros tal vez. Su piel bronce acumula los soles de las jornadas en el campo y en las calles por las andanzas como activista; también resequedad por los azotes del viento perpetuo del páramo, del impacto del agua helada que entumece, del ir y venir en las chacras.

Si conseguimos que vengan, vienen con los hombres. No las dejan solas porque argumentan que estas capacitaciones solo sirven para enseñar cosas malas a las mujeres

Capacitar a las mujeres para microemprendimientos es, sobre todo, una vía útil para hablarles sobre equidad de género, salud reproductiva y sexual, sus derechos. Sin embargo, reniega Azucena, es difícil convocarlas para hablarles sobre eso, sus derechos, porque se trabaja con comunidades, no con mujeres solas: "Si conseguimos que vengan, vienen con los hombres. No las dejan solas porque argumentan que estas capacitaciones solo sirven para enseñar cosas malas".

"Lo más grave son los casos de violaciones a menores de 12 o 13 años, que las comunidades o madres a las que pertenecen las víctimas muchas veces justifican y que, también muchas veces, derivan en embarazos; son casos de los que no se tienen estadísticas", apunta Azucena. Un informe de Unicef de 2014 que analiza los resultados de la Encuesta Nacional sobre Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres, realizada en 2011 (último dato nacional disponible), identifica que la violencia sexual registra un alto índice en Chimborazo (19,4%). Ese mismo estudio señala que el 8% de las mujeres entrevistadas en esta provincia dijeron haber sido abusadas sexualmente antes de cumplir los 18 años. No se incluyen los matrimonios impuestos a adolescentes que Ana María Guacho define como una violación diaria.

La academia ha estudiado la justicia indígena frente las violaciones a mujeres. En el ensayo Violencia contra las mujeres indígenas: entre las ‘justicias’ y la desprotección, publicado por la Universidad Andina Simón Bolívar, de Quito, se advierte de que, en algunas comunidades, ciertos casos de violación o de acoso sexual se resuelven por medio de una transacción entre familias, sin considerar a la mujer como sujeto de derechos individuales.

Guacho huyó de aquella casa cuando tenía 20 años. Se atrevió a plantear el divorcio a aquel marido impuesto. Sus padres no demoraron en ir a buscarla con una delegación de la comunidad para exigir su regreso. Volvió a huir. Viajó por primera vez a Guayaquil donde conoció a otro hombre que se convirtió en su segundo marido. Con él tuvo otra hija. Con él volvió a ver el rostro del maltrato puertas adentro. "Aunque era mucho menos", se apura en aclarar Ana María. En medio de todas las circunstancias con su nueva pareja, recuperó a su primera hija a quien había dejado cuando huyó de aquella casa en San Luis.

Cuando tenía 33 años se casó nuevamente, esta vez por amor, pero enviudó a los pocos años. Tuvo otra hija en aquel matrimonio. Ana María es considerada en su comunidad una yachak, una sabia con poderes de sanación que, afirma, heredó de sus abuelos. Y también es tecnóloga en medicina natural. A los 55 años obtuvo el título en un instituto tecnológico de Riobamba al que se inscribió motivada por sus hijas. Por lo que le ha tocado vivir, ha sido desde 1972 una activista de los derechos de los indígenas, de los derechos humanos, de los derechos de las mujeres, de un feminismo étnico.

Ha sido una de las dirigentes más activas del movimiento indígena ecuatoriano, que empezó a estructurarse en los años setenta del siglo pasado, de la mano de los teólogos de la liberación, como Proaño. En 1980 estuvo en la cárcel de Riobamba por propagar ideas sobre el derecho a mejores salarios. En 1972 ya había organizado, junto con otros líderes de la provincia, el Movimiento Indígena de Chimborazo (MICH), que dirigió hasta 1993; y ayudó a impulsar organizaciones regionales y nacionales. En 1986, los pueblos indígenas se organizaron en la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie) y en 1990 protagonizaron el primer gran levantamiento de las trece nacionalidades del país.

Nosotras no queríamos el feminismo. No veíamos la desigualdad de hombre y mujer, sino la desigualdad entre indios y mestizos. Ahora vemos la otra cara: que también las mujeres hemos estado marginadas

Ana María, cofundadora de esa organización, fue una de las que condujo a miles de indígenas por las carreteras de la Sierra y el Oriente desde sus comunidades hasta el centro de Quito. Sin embargo, en las luchas por el reconocimiento de los derechos indígenas, los problemas por la violencia de género derivados de unos papeles establecidos en la tradición de sus pueblos no formaron parte de aquella agenda. En una entrevista que le hicieron en 2003, publicada en el libro Mujeres ecuatorianas: entre las crisis y las oportunidades, 1990-2004, ya advirtió sobre el vacío de las luchas por la reivindicación de los pueblos indígenas: "Nosotras no queríamos el feminismo, pero sí luchábamos por un concepto de equidad de género; hombre y mujer, el pueblo junto para poder hablar, frente a frente, el pueblo indígena y el pueblo mestizo. No veíamos la desigualdad de hombre y mujer, sino la desigualdad entre indios y mestizos”. Su opinión se ha matizado: "Ahora vemos la otra cara: que también las mujeres hemos estado marginadas".

Desde entonces, junto con su hija Azucena, lucha por esa equidad. Azucena, por ejemplo, echa mano de las redes sociales para difundir su filosofía sobre el feminismo étnico. En su cuenta de Facebook comparte vídeos como el de las cinco religiones más machistas del mundo; también otro, de la canción Nos queremos fuertes. En marzo pasado, Ana María Guacho volvió a Guayaquil para recibir el reconocimiento Mujeres en Escena, que lleva el nombre de la indígena Tránsito Amaguaña (1909-2009), la activista que, junto con Dolores Cacuango (1881-1971), luchó por los derechos indígenas en el Ecuador de mediados del siglo pasado. En esa ocasión, ella volvió a denunciar lo que vivió en su juventud: “Éramos vendidas a los terratenientes y tuve un matrimonio forzado”.

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