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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Construir Europa

España debe redoblar su contribución al proyecto de integración continental

Felipe González y Jean-Claude Juncker, durante el foro organizado por EL PAÍS.
Felipe González y Jean-Claude Juncker, durante el foro organizado por EL PAÍS.Delmi Álvarez

La integración de España en la Unión Europea desde 1986 fue una operación exitosa, como coincidieron en resaltar el presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, el expresidente español Felipe González y el ministro de Exteriores, Alfonso Dastis, en la conclusión de las jornadas 40/40 organizadas por EL PAÍS con motivo del 40º aniversario del ingreso de España en el club comunitario, y del nacimiento de este diario.

Ese recordatorio no es ocioso ni nostálgico. Constituye un relevante contrapunto a posteriores ampliaciones de la Unión, que han redundado en problemas para el encaje estratégico y el mantenimiento al más alto nivel de sus valores liberales y democráticos. Como ahora ilustra la apertura del procedimiento sancionador a Polonia o las tensiones con el Gobierno xenófobo y autocrático de Hungría.

La presencia española en la UE es un éxito porque ha generado beneficios en las dos direcciones. Para España, fue acicate de la modernización de su economía, anclaje de su joven democracia y estímulo para la internacionalización de profesionales, estudiantes e investigadores. Todo ello apoyado por una transferencia presupuestaria de tipo solidario, a no olvidar jamás.

A Europa le suministró ideas nuevas producto de la fragua de la Transición: la ciudadanía europea, la cohesión social y la dimensión pluricultural recibieron un gran impulso. Pero también su profundidad geoestratégica.

El carácter no retórico de las dimensiones mediterránea y latinoamericana de la posición de España (y de su diplomacia) amplió, al ser asumida por los Quince (luego 28), oportunidades novedosas. ¿Cómo entender si no la diversificación de acuerdos de libre comercio hacia países latinoamericanos (y otros, como Japón) emprendidos el último año por Bruselas, en la búsqueda de una alternativa al desastroso giro proteccionista de los EE UU de Donald Trump?

La aportación española ha añadido a esas dimensiones un sugerente equilibrio entre libertades y seguridad: ha impulsado la ampliación de los derechos individuales con la ciudadanía europea y la Carta de Derechos Fundamentales, a la par que profundizó en los factores de orden interno como la euroorden, la política de visados y la vigilancia de fronteras.

Como consecuencia de todo ello, una serie de personalidades y profesionales se catapultaron a puestos de responsabilidad máxima en la Unión (y en diversos organismos internacionales, como el FMI).

Este proceso se ha ralentizado en los últimos años. La complicidad española con Europa sigue intacta (a diferencia de otros países acosados por el populismo), pero sus aportaciones, más allá de buenos papeles para la unión monetaria, escasean. El protagonismo del presidente del Gobierno —en una era en que los primeros ministros son estandarte de la política hacia afuera— es reactivo o manifiestamente mejorable.

Parece insinuarse una contradicción entre las generaciones profesionales jóvenes, más proactivas, más viajadas, más cosmopolitas y más plurilingües y un aparato del Estado en parte anquilosado. Quizá tributario de una autocomplacencia y un retroceso endogámico que este país todavía ambicioso no debe permitirse.

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