Una Europa concreta
Ante un año turbulento, la UE debe priorizar sus planes más visibles y explicables
Europa inicia mañana un año dramático y crucial, en el que apuesta su propia existencia. El contexto mundial será agobiante y angustioso, en la encrucijada y probable colusión entre el próximo Gobierno extremista de Donald Trump y la creciente deriva amenazante de Vladímir Putin. Esa que simboliza el escándalo del espionaje informático derivado a guerra diplomática en las últimas horas. Sin olvidar al añejo autoritarismo de una China que se imagina como la nueva hegemonía. Por eso el poder suave,pacífico y solidario de la Unión Europea (UE) será internacionalmente más necesario que nunca. Y al tiempo, más difícil de mantenerlo, no digamos de acrecentarlo. La propia construcción interna comunitaria que fundamenta ese poder está en entredicho, por sus agudas fracturas internas. De modo que si la necesidad de más Europa la estira hacia arriba, la cruda realidad la contrae hacia abajo. El riesgo no se limita hoy a una caída en la irrelevancia. Es un peligro real y evidente —aunque conjurable— de pura y simple desaparición.
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Si se compara con su referente tradicional, EE UU, es obvio que la situación europea es —considerada estáticamente— mucho mejor. Las instituciones comunes no afrontan un letal asedio populista. Funcionan a un ritmo moderado pero palpable. Los Gobiernos de la mayoría de los Estados miembros —y esencialmente los de los países más decisivos— continúan siendo decentes, aunque los de algunos socios orientales (Polonia, Hungría) se hayan instalado en el autoritarismo y el nacionalismo xenófobo, endogámico y antieuropeo. Rasgos que comparten movimientos de rebelión ultra y populista un poco por todas partes, lo que contamina y contagia, o al menos condiciona, a todas las élites nacionales.
Pero la comparación debe incluir también las distintas dinámicas. El próximo poder de Washington se adivina como factor erosionador de la nación abierta y liberal en que se basa su supremacía mundial desde 1945 (activismo global, responsabilidades defensivas y financieras, comercio sin fronteras, respeto —en ocasiones sincopado— de las instituciones multilaterales). Pero difícilmente destruirá la propia realidad de EE UU, arraigada a lo largo de dos siglos: su mercado, su moneda, su poder estratégico, el apego a sus libertades.
En cambio, la UE, aunque exhibe resultados espléndidos en sus casi 60 años de existencia, es más vulnerable, por su juventud, a las asechanzas externas y domésticas. ¿Sobreviviría a un cambio de alianzas que la aprisionen en una pinza EE UU-Rusia? ¿Está condenada, como su primer socio, Alemania, a ejercer de coloso económico y de enano político? ¿Puede digerir el asalto populista que obstaculiza cualquier avance aprovechando el recurso al chantaje del veto en asuntos decisivos?
Las próximas elecciones y la aceleración del ‘Brexit’ dificultan la adopción de decisiones necesarias
Puede, pero a condición de tomar conciencia de que cualquier revés perjudica mucho más a una criatura apenas en sazón (como ella misma) que a un adulto; de que se necesita fraguar un liderazgo colectivo, en ausencia de otros individuales; de fraguar una conjura dirigente para recuperar la confianza perdida de muchos ciudadanos; de acotar las ambiciones y traducirlas en proyectos concretos, autoexplicables, tangibles, indiscutiblemente beneficiosos para todos, según el auspicio pionero de programas como el Erasmus.
Las próximas elecciones en Holanda, Francia o Alemania, sometidas a la presión indigna de los ultras —si caen los socios principales, caerá la Unión— y la aceleración del Brexit a partir de que en marzo Reino Unido oficialice su voluntad de salir del club, dificultan la adopción de las grandes decisiones que son necesarias. Y urgentes, para volver a cohesionar el continente y afrontar el denso conjunto de amenazas vecinas: la turbulencia turca y sus traducciones en el asunto de los refugiados; la cruenta volatilidad siria; el inminente empeoramiento en Oriente Próximo; la exponencial inquina rusa a bálticos y otros territorios de su antiguo imperio.
Pero Europa no debe renunciar a relanzar las políticas hacia sus vecinos. Ni a completar la unión económica y monetaria: culminar la unión bancaria, construir un Tesoro, nuevos planes de inversión, un nuevo énfasis político-económico hacia el crecimiento y el empleo. Ni a recuperar la agenda social: derechos colectivos, jóvenes y parados de larga duración, seguro de desempleo europeo complementario. Ni a avanzar en un despliegue común de defensa.
Acotar los objetivos, seleccionar los programas, medir las acciones posibles, buscar calendarios viables implica ahormar todos esos instrumentos a un realismo militante. La UE no debe comprar radares y aviones de transporte para confrontarse con EE UU o Rusia, sino para tener voz, ser respetada, condicionar, y prepararse para volver a tejer alianzas el día en que las coyundas artificiosas y adversas decaigan. Debe diseñar más microprogramas piloto (de eurobonos, de recepción de inmigrantes, de control de costas, en favor de los dependientes), mejor si fácilmente financiables, que un New Deal tan utópico y deseable como lejano. O esto, o la nada.
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