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¡Oiga, ladrón!

Fueron apenas dos segundos de madrugada, pero el encuentro con un caco, en su habitación, cambió la vida del autor: casa nueva, hipoteca e hijos.

MI QUERIDO LADRÓN: Ignoro qué será de tu vida ahora. Te conocí sólo un minuto, aunque te vi con precisión dos, tres segundos. Pero has sido, créeme, una de las figuras más influyentes de mi vida. A tu visita debo la mayor parte de las canas que cubren mi cabeza, que florecieron de un día para otro, como dicen que le ocurrió a María Antonieta la noche antes de su decapitación.

En aquel piso de la calle del Tambre, en el sevillano barrio de El Juncal, fuimos pobres como ratas, pero también muy felices. Con poco más de 20 años, Espe y yo probamos la miel de la independencia, aunque más bien habría que decir la cerveza. Porque fueron años de cerveza y rosas. En aquel barrio de viviendas protegidas de los sesenta, casi siempre cerrábamos los bares, pero no era sólo porque nos gustara buscar el calor del amor. Era también porque nuestro piso estaba atiborrado de cucarachas. Y llegar borrachos era la única forma de armarnos de valor, revista enrollada en ristre, para lanzarnos al exterminio.

En aquel piso de la calle del Tambre, en el sevillano barrio de El Juncal, fuimos pobres como ratas, pero también muy felices

De eso hace 15 años. Y desde que cinco años antes había publicado mi primera novelita, no había vuelto a editar nada. Me sentía un verdadero maldito, sólo soñaba con librar al mundo del gran malentendido: cómo podían seguir existiendo sin conocerme. De lunes a viernes, a las cinco de la madrugada, antes de marcharme a trabajar, me levantaba para escribir. Emborronaba folios hasta las ocho, y entonces me ponía el traje de oficina. Desde la habitación donde escribía, que daba a una calle sin salida, escuchaba cada madrugada las conversaciones de los chavales del barrio, que siempre acababan allí la fiesta entre litronas y canutos. Entonces, una madrugada, llegaste tú. El despertador sonó a las cinco de la madrugada. Al apagarlo, sentí en el ambiente del piso en silencio algo extraño. Y lo extraño era que no había silencio. Observé la puerta encajada de nuestra habitación. Y entonces te vi. Vi cómo la puerta se abría, y por el filo aparecía tu cabeza.

Lo recordarás seguro. Me incorporé con brusquedad y grité algo que seguro que no habrás olvidado. Pensarías que era un tipo muy educado. Porque en lugar de gritar qué coño o qué carajo o hijoputa, dije oiga. ¡Oiga!, así, bien fuerte. Echaste a correr y yo te perseguí hasta el sitio por donde habías entrado, la ventana de la cocina. Espe me siguió. Y los dos te vimos descender por una tubería. Bajaste con gran agilidad, y también, por qué no admitirlo, con cierta elegancia. Yo había sido educado en mi reacción, pero Espe fue muy literaria. “¡Al ladrón, al ladrón!”, gritó.

Anduviste no sé cuánto tiempo trajinando por el piso a oscuras antes de que te descubriera. Apenas robaste nada: un móvil viejo y un reloj. Pero sobre todo nos trajiste el miedo, querido ladrón. De un sopapo reventaste nuestros días de cerveza y rosas. En apenas una semana tomamos la decisión: nos mudamos al extrarradio, nos enfangamos con una hipoteca, y al poco vinieron los hijos.

Tendrías que ver hoy mi casa, querido ladrón. Parece un búnker. Pero después de todo, no puedo negarlo: te he cogido cariño. Porque sin ti, probablemente, habría acabado como Jack Lemmon en aquella película. Hoy, sin embargo, conservo a mi mujer y tengo dos hijos, a los que me encanta contarles tu historia. Cuando quieras, dice Espe, estás invitado a casa. Eso sí: por favor, llama antes de entrar. 

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