La neutralidad de la red en el capitalismo de plataformas
Lo que necesita Internet es parecerse más a la red que imaginaron activistas como Aaron Swartz y menos a la que pueda moldear la mano invisible del mercado
El inventor de la web, Tim Berners-Lee, hizo un llamamiento casi desesperado para salvar la neutralidad de la red. Estados Unidos ha hecho caso omiso y ha dado el primer paso para acabar con este concepto que acuñó Tim Wu, otro defensor de una Internet libre e igualitaria más que de una red a dos velocidades. La neutralidad de la red tiene que ver con la posibilidad de discriminar contenidos y velocidades de acceso en función del uso. Es una contienda entre proveedores de Internet y proveedores de contenido (las llamadas plataformas de Internet). Reed Hastings, director ejecutivo de Netflix, resume bien el conflicto de intereses: “Si los proveedores de Internet no pagan por el contenido, ¿por qué deberíamos pagar nosotros por la red?” He ahí la verdadera y única motivación para desmantelar la estructura de la red tal y como la conocíamos.
El abogado Lawrence Lessig considera inconstitucional el fin de la neutralidad y piensa que sería un desastre para la diversidad de la red; Evgeny Morozov, por su parte, asegura que hay intereses geopolíticos detrás de esta lucha por priorizar el acceso a los contenidos. Nick Pemberton ha escrito que Internet ya ha quebrado, es decir, ya se ha vendido al capital y se ha sometido al desequilibrio de las grandes corporaciones. La neutralidad de la red sería un simple clickbait, un anzuelo mediático para que sigamos discutiendo sobre los rescoldos del libre mercado en lugar de dirigir la mirada crítica hacia los poderes fácticos. Pemberton lamenta que la estructura de red distribuida no haya evitado la oligopolización de empresas ni la concentración de poder.
Internet de ricos y pobres
Vivimos en un capitalismo de plataformas donde Google, Apple, Amazon o Facebook han acumulado un poder excesivo que el fin de la neutralidad no reducirá ni limitará. De hecho, José Cervera ha explicado recientemente que el tiro les podría salir por la culata a quienes quieren seguir adelante con la eliminación de la neutralidad; las plataformas podrían entrar en un mercado que carecía de incentivos en el contexto de una red neutral. Aunque la neutralidad de la red es un debate anterior a la emergencia de un capitalismo de plataformas, este nuevo escenario propicia la renovación de una controversia en la que las convicciones ideológicas resistieron a lo peor del pragmatismo y el utilitarismo. Los principios rectores de Internet nacieron bajo la égida de textos libertarios como la Declaración de Independencia de Internet de John Perry Barlow o de manifiestos anarquistas como el de las Zonas Temporalmente Autónomas de Hakim Bey. El procomún, la inteligencia colectiva y la utopía igualitaria también forjaron los principios ideológicos de Internet, tal y como problematiza Yochai Benkler a través de la dialéctica entre el símbolo del pingüino (la cooperación) y la imagen del Leviatán (la mano invisible del libre mercado o el puño de hierro de un Gobierno autoritario). El código abierto y el software libre encarnaban la posibilidad de construir bazares (el poder horizontal de los pingüinos) más que catedrales (el poder vertical del Leviatán). El fin de la neutralidad de la red invita a pensar que se privilegiarán las catedrales una vez más, aunque estas sigan presentes en una red supuestamente horizontal secuestrada por los poderes económicos. Por decirlo con las palabras del sociólogo César Rendueles: la economía (de Internet) debería parecerse más a una biblioteca que a un casino.
Un bit siempre es un bit, decían aquellos que proclamaban la neutralidad de la red. Sus detractores quieren acabar con la igualdad de los bits en lo que parece un tránsito ilegítimo del liberalismo político al liberalismo libertario o neoliberalismo (una término poco descriptivo que desaprueba, con buen criterio, la socióloga holandesa Saskia Sassen). No sería la primera vez que se da una exaltación delirante y elitista de la libertad individual. El liberalismo político de John Stuart Mill ya coqueteó con la posibilidad de un sufragio cualitativo, esto es, que se tuvieran en cuenta la inteligencia, la formación y el estatus social en unas elecciones: un voto no siempre valdría un voto (el voto de un doctor valdría más que el de un minero). Las guerras comerciales que se libran en Internet se disfrazan de decisiones técnico-administrativas y en todas ellas subyace una lucha sin cuartel por la erradicación de la equidad (unos bits valen más que otros) y la mercantilización de la vida social, lo que en tiempos pasados se analizaba como fetichismo de la mercancía (los bits y las criptomonedas circulan como si tuvieran vida propia). Los seres humanos no son idénticos como los bits, pero el pensamiento ilustrado logró que nuestros derechos sean inalienables (sobre el papel, al menos) y emanan por igual con independencia de la raza, la opinión política o la religión.
Jeff Jarvis ha propuesto una Carta de Derechos del Ciberespacio y este proceso constituyente parece más apremiante que el de segregar y discriminar la red en contra de todas las recomendaciones, máxime si se lleva a cabo sin tener en cuenta un principio de precaución básico frente a los desequilibrios de una nueva ola de desregulación que, de forma torticera, se anuncia como una regulación imprescindible del ciberespacio. Las fake news y otros males de la red son consustanciales a un ciberespacio demasiado opaco (una cultura algorítmica cerrada), no a los efectos de una red abierta, inclusiva y sin diferentes velocidades.
Lo que necesita Internet es parecerse más a la red que imaginaron activistas como Aaron Swartz y menos a la que pueda moldear la mano invisible del mercado.
Andrés Lomeña es profesor de Filosofía.
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