La insoportable brevedad de la memoria
Para terminar el año, una reflexión sobre la fugacidad del tiempo con el recuerdo de un personaje único
ENRIQUITO ERA lo que en Cuba llamamos un “bobo”, que no es lo mismo que un “loco”. El bobo tiene cierto retraso mental, es como un niño eterno, y no suele ser agresivo, sino todo lo contrario: los bobos por lo general son afables y se hacen querer.
Durante una de las ubicaciones laborales de mi padre, que fue hasta su retiro inspector de ómnibus, Enriquito solía acompañarlo en aquella parada que estaba a una cuadra de su casa y así mi padre y el bobo se hicieron amigos. Desde entonces Enriquito solía venir de vez en cuando por mi casa para que mi madre le hiciera un café que saboreaba como si fuera ambrosía y yo le regalara cuatro o cinco cigarrillos que fumaba, uno tras otro, como si se tratara del mejor oxígeno posible.
Enriquito murió hace unos años —imposible saber cuántos— de una infección mal atendida y poco después su madre también murió, quizá de soledad y pena. Hace cuatro, de un infarto cardiaco, al filo de sus 87 años, también murió mi padre… Y ayer yo soñé con Enriquito el Bobo. ¿De qué rincón de mi subconsciente brotó la evocación de aquel ser afable pero insignificante del cual ya nadie se acuerda en el barrio?
Cuando mi madre muera, cuando yo muera, con nosotros se perderán recuerdos que solo sobreviven hoy porque nosotros somos capaces de recuperarlos
Con el recuerdo recuperado de Enriquito le conté a mi madre sobre mi sueño y ella me recordó lo de su gusto desbordado por el café y los cigarros. Y fue mientras hablaba con ella, que va rumbo de sus 90 años, pero que conserva intacta, creo que incluso alterada, su lucidez afectiva, que tuve una noción de la insoportable tragedia de la memoria: cuando mi madre muera, cuando yo muera, con nosotros se perderán recuerdos de gentes y hechos que solo sobreviven hoy porque nosotros, en vigilia o en sueños, somos capaces de recuperarlos y devolverles algo de vida. Se trata de un universo de relaciones, personas, sucesos, encuentros y desencuentros tejidos a lo largo de décadas de empecinada y sostenida permanencia en un rincón anodino pero propio de la ciudad, del país, del mundo. Es una maraña de hechos significativos e insignificantes que hemos ido atesorando y que se desvanecerá cuando se desvanezca nuestra existencia, y entonces habrá sido como si todo aquello nunca hubiera ocurrido. Como si jamás, en Mantilla, hubiera existido un bobo hablador y cariñoso, bebedor de café, amante de los cigarros, que en cada encuentro solía abrazar a mi padre de un modo tan amoroso que ninguno de sus hijos —todos más bien hoscos— pudimos superar. De él no quedará ni su fantasma. ¿Y pasará lo mismo con mi padre?
El mundo que habitamos está más poblado de muertos que de vivos. Sin embargo, esta evidencia se complica cuando uno va entrando en edades que suelen calificarse de “provectas” y se da cuenta de que conoce y ha convivido con más personas que han muerto que con personas que viven. Y no me refiero a los individuos más o menos memorables, por razones encomiables o espurias, de los cuales uno ha leído, ha visto, ha escuchado algo. No, hablo de personas que fueron reales con las cuales convivimos en un espacio y tiempo comunes y cuyas existencias forman parte de nuestra memoria, pues de algún modo fueron partes de nuestras vidas. Pero, como las vidas de esas gentes, la nuestra, con su memoria a cuestas, es dramáticamente breve en el tiempo de la Historia y puede ser el único reservorio de esas historias, sin derecho a la mayúscula, que se perderán con nosotros, para ir a desvanecerse en el mundo superpoblado de los muertos que, salvo en las historias de Juan Rulfo, no suelen ser dados a las evocaciones. Hasta que se demuestre lo contrario.
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