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Columna
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Manolete

Basta ese gesto noble y solidario, no único en su vida, para honrarle hoy

Fernando Savater

Yo nací el primer día del verano en que el miura Islero mató a Manolete a finales de agosto, hace 70 años. El torero murió en la plaza de Linares y yo vi la luz en San Sebastián, el balneario donde Manolete había dejado a su madre, la rotunda doña Angustias, para que soportara allí los meses de calor. La plaza de San Sebastián fue importante en la trayectoria profesional de Manolete, allí hizo varias faenas de dos orejas y rabo, pero no tanto como la de Barcelona, cuyo público fue quizá el que mejor apreció y recompensó su arte. Entre los pocos objetos personales que tenía en Linares cuando murió estaba un guante blanco que le arrojó una espectadora en la Monumental y que siempre llevó consigo. Manolete fue mucho más que un gran torero, fue el ídolo popular necesario de la España desvalida de la posguerra. Estoico, severo, casi suicida, representó la tragedia del héroe moderno, acosado hasta la inmolación por quienes le ensalzan. Tuvo desplantes audaces fuera de la plaza: sus amoríos con la bella Lupe Sino (¡vaya apellido postizo!) y sus encuentros en México con poetas y exilados republicanos. Entre otros ha contado su vida Fernando González Viñas (Manolete, editorial Almuzara) y su muerte el americano Barnaby Conrad en Matador,novela que vendió tres millones de ejemplares y fue elogiada por John Steinbeck y Faulkner.

Ahora el Ayuntamiento de Córdoba le ha nombrado hijo predilecto, contra prejuicios y desmemoria. Y toca recordar que en México Manolete abrazó al historiador Jaén Morente, declarado por el Ayuntamiento franquista “hijo maldito de la ciudad”. Basta ese gesto noble y solidario, no único en su vida, para honrarle hoy. Porque él también fue maldito y adorado, como otros ungidos por la fama, ese patíbulo.

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