La última cena
“Cuánto tendrían que aprender algunos de George Clooney”. Y yo viendo llover sin un ápice de empatía
Muchos billetes de 20 dólares. Unos detrás de otros hasta sumar un millón. En una bolsa. Libres de impuestos. Esta es la manera que tiene George Clooney de agradecer a sus amigos que le ayudaran a conseguir la vida que siempre soñó. La que todos deseamos cuando nos sentamos a ver sus películas. La misma que nunca tendremos, pero de la que disfrutamos durante hora y media, tiempo suficiente para que se nos vayan desprendiendo las miserias del día a día.
“Qué buen tipo, George”. “Hay buenos amigos y luego está George Clooney”. “Cuánto tendrían que aprender algunos de George Clooney”. Y yo viendo llover sin un ápice de empatía. Con una envidia absurda, irreal, mala. Con esa culpa judeocristiana que no me ayuda ni siquiera a ver al buen samaritano.
Hace tiempo que me cuesta distinguir al personaje de la persona: George Clooney navegando en yate; George Clooney saliendo de un restaurante caro; George Clooney esposado por manifestarse delante de la Embajada de Sudán en Washington; George Clooney compartiendo oxígeno con Brad Pitt; George Clooney de la mano de una mujer que, me aseguran, es de mi misma especie. Y todas las secuencias de una forma de vida que consumo con la normalidad aprehendida de la educación catódica y pegajosa del papel cuché.
Hasta que una cena, la de los colegas, la de Navidad, la de los viernes, la de cumpleaños, nos vuelve a separar. Como cuando aparecen los títulos de crédito y el mundo hasta el que había viajado se pierde en el tiempo… como lágrimas en la lluvia.
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