Un brote de autoconsciencia
EN CIERTA OCASIÓN encontré en el patio de mi colegio un saltamontes al que algún niño había partido por la mitad. Tomé los dos pedazos, los uní para hacerme una idea de cómo sería completo, y en ese instante, al ver su abdomen separado de su tórax, como las dos piezas de un motor, comprendí que “estaba hecho”. El saltamontes estaba hecho. Significaba que no era natural, pues las cosas naturales carecían de hechura. Las cosas naturales “eran”, simplemente. No cabía la posibilidad de que no existiesen o no hubieran existido. Arrojé con repulsión el cadáver roto al suelo y entonces se escuchó un grito de uno de los niños que jugaban al fútbol. Me acerqué a ver qué ocurría y resultó que alguien se había caído con tan mala fortuna que se había roto un brazo. Parte del hueso le asomaba por el codo.
Al ver aquel hueso comprendí que también nosotros “estábamos hechos”. Algunos llamarán a esto un brote de consciencia o de autoconsciencia, incluso un brote psicótico, pero fue el comienzo de una extrañeza frente a la realidad que aún no ha dejado de crecer. El mundo estaba hecho, y nosotros hacíamos cosas para imitar al mundo, de ahí los tinteros y las tizas y las plumas estilográficas y los zapatos. El saltamontes tuvo la culpa de esta revolución mental. Había muchos cuando yo era pequeño y nos gustaba cazarlos y colocárnoslos en un dedo, tal como aparece en la foto. Todavía siento en el índice el cosquilleo producido por aquellas patas de alambre. Por aquellas patas “hechas”. ¡Qué sorpresa, cuando años más tarde escuché por primera vez la expresión “frase hecha”!
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