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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La esperanza como vara de medir la política

Las promesas utópicas terminan por postergar la resolución de los problemas concretos

José Andrés Rojo
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con su bebé en brazos, y el cabeza de lista de los comunes, Xavier Domènech, a su izquierda, durante la asamblea de Catalunya en Comú.
La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, con su bebé en brazos, y el cabeza de lista de los comunes, Xavier Domènech, a su izquierda, durante la asamblea de Catalunya en Comú.Alejandro García (EFE)

Las bases de la plataforma ciudadana de Ada Colau fueron llamadas a pronunciarse sobre el pacto con los socialistas en el Ayuntamiento de Barcelona. De los 10.000 inscritos participaron 3.800 y fueron 2.059 los que se inclinaron por fulminar la alianza, frente a 1.736, el 45,68%, que prefería que ambas fuerzas siguieran trabajando juntas. Parece ser que entre los seguidores de Barcelona en Comú había cundido el descontento porque gobernara con un partido que apoyaba la aplicación del artículo 155. Por lo que se ve, urgía pronunciarse y la alcaldesa decidió sortear tesitura trasladando la decisión a su gente.

Hay quienes interpretan que ese acto de “radicalidad democrática”, esos fueron los términos que Colau utilizó para definir su iniciativa, no significa otra cosa que ganas de bailarle el mambo a los independentistas. El procés ha tenido siempre un punto festivo y nunca viene mal subirse a la corriente del entusiasmo. La radicalidad democrática de Colau le hace así un guiño a la radicalidad democrática de la que siempre han presumido los soberanistas, y que les sirvió para masacrar de un zarpazo las reglas de juego de la Constitución y el Estatut.

Vienen elecciones, luego harán falta alianzas e igual podrían juntarse Esquerra y los comunes para gobernar Cataluña. Comparten esa manera de hacer política que se sostiene en cultivar la esperanza de sus seguidores. Esquerra y el resto de los secesionistas levantaron con tesón la Arcadia feliz de la independencia. Lo de los comunes tiene más que ver con un tuit que lanzó uno de los fundadores de Podemos a propósito del golpe de los bolcheviques de 1917: “Llegó la revolución y hubo esperanza”. No cuentan gran cosa ni las checas, que empezaron enseguida, ni el horror del Gulag.

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Hay otro punto de contacto, su visión crítica del consenso que forjaron distintas fuerzas políticas españolas tras la muerte de Franco para conquistar la democracia (no la radical, la otra). Santos Juliá reconstruye en su libro sobre la Transición la época del desencanto. Cuenta que en amplios sectores fue calando la idea que sostenía José Vidal-Beneyto, uno de los referentes intelectuales de aquellos años, que “no había pasado nada de lo que nuestra esperanza esperaba”. “Argumento ciertamente singular”, dice Juliá, “puesto que medía el valor de lo ocurrido”, el complicadísimo andamiaje para salir de una larga y cruel dictadura, “con el metro de nuestra esperanza”.

Tuvo que ser un historiador británico, Raymond Carr, quien finlamente advirtió que todo ese desencanto, que alimenta ahora a los críticos del “régimen del 78”, estaba basado en “una falsa concepción de la democracia y de lo que ésta es capaz de conseguir”. Santos Juliá lo dice de otra manera. Durante aquellos años, “entre ejercicio de poder o cultivo de la utopía, había que optar: o una cosa o la otra. ¿Quién ha visto alguna vez a un utópico, de los de verdad, administrando el presupuesto de un ministerio?”. Pues eso: medir las políticas concretas con el metro de la esperanza no es nunca una buena idea.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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