Hay otros mundos
Si Cataluña tuviera el soñado sistema danés, los independentistas no habrían logrado mayoría de escaños
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Si Cataluña tuviera el sistema electoral de Dinamarca —Macondo del nacionalismo mágico— en 2015 el Gobierno catalán no habría contado con una mayoría solo con los votos de la CUP y Junts pel Sí. Dado que ese sistema asegura bastante proporcionalidad, incluso favoreciendo a las minorías, le faltarían, seguramente, dos escaños: Junts pel Sí tendría siete menos y la CUP uno más. Además, una séptima lista estaría representada, con cuatro diputados, la de Unió. Al necesitar otros apoyos, el Govern no habría podido pasar las leyes de desconexión ni siquiera de la forma en que lo hizo, pues la asamblea reflejaría que su agenda independentista no alcanzó el apoyo mayoritario de los electores, no se habría convocado el referéndum unilateralmente y, en opinión de muchos, estaríamos en un mundo mejor. En realidad, al no haberse podido disimular desde los escaños el resultado frustrante del plebiscito que conllevaban las elecciones, puede que el proceso independentista se hubiera reorientado desde comienzos de la legislatura y el significado de las siglas DUI fuese aún esotérico.
Si España tuviera las reglas de investidura de Dinamarca, Pedro Sánchez habría sido presidente del gobierno como consecuencia de las elecciones de 2015, tras haber recibido el encargo del Rey, ante la falta de apoyos probables de Rajoy. Dado el procedimiento parlamentario vigente en aquel país, el PSOE habría gobernado en minoría mediante un pacto de legislatura con Ciudadanos hasta que hubiese sido derrotado por una moción de censura, o se hubiera visto moralmente obligado a dimitir por la imposibilidad de encontrar apoyos para leyes imprescindibles, como los presupuestos. No se habrían repetido las elecciones, el PP habría tenido que afrontar la lucha contra la corrupción desde fuera del gobierno, Podemos tendría que haber hecho política parlamentaria, las relaciones con Cataluña se habrían destensado también por este extremo y estaríamos, en opinión de muchos, en un mundo mejor. No en vano, para cierto reformismo mágico, que tal vez no andaba lejos de aquel pacto de legislatura, también es Dinamarca un árbol del que siempre se cogen cerezas.
Ante la cantidad de pesares —y tonterías— que nos podríamos haber ahorrado, es tentador creer que el remedio es institucional. Seguiríamos siendo la misma gente y tendríamos los mismos problemas de identidad, de desigualdad, de corrupción, o de falta de ideas, pero en ese universo divergente y no tan lejano el ruido sería distinto. Solo por no escuchar “a por ellos” o “Francoland” uno se habría arriesgado al viaje, no digamos ya por lo que se nos puede venir encima.
Sabemos que las instituciones no hacen magia y que la aventura está siempre asegurada, pero también sabemos que se están produciendo disfunciones claras. Tanto en Madrid como en Barcelona los gobiernos se comportan como si por su voz hablara la gran mayoría, cuando son minoritarios, y se diría que andan bastante libres de las ataduras que, en general, esperaríamos que los trabaran, como los dispositivos de oposición parlamentaria y de división de poderes. Decisiones tan graves como una declaración de independencia o una supresión de la autonomía están prácticamente en manos de los ejecutivos. No comparo su legitimidad, sino cómo se canalizan a través de un poder político concentrado. Y el problema cuando se enfrentan dos actores como estos, sin los adecuados mecanismos que los limiten, no es solo que chocan, sino que hay escalada en la disputa, pues saber que el rival no tiene quien lo frene es un acicate para tampoco frenar, apostando por un conflicto incierto antes que por una derrota segura.
Las instituciones son una especie de decisiones políticas de largo plazo. Nuestras reglas favorecen al “grupo mayor” frente al resto y al ejecutivo frente a los demás poderes, lo que puede servir para evitar la inacción política o la falta de responsabilidades claras. Pero justo ahora lo que muchos querríamos es pausa, costosas decisiones consensuadas y responsabilidades bien desleídas en una corriente de controles mutuos entre los distintos parlamentos, tribunales y funcionarios. Cuando cambiemos la Constitución, y no habrá más remedio, tengamos esto en cuenta: ahora no somos un país que confíe ni en su futuro ni en sus políticos. Es triste, pero es así. Puede parecer paradójico, pero ahora querremos más garantías que durante la Transición.
Alberto Penadés es profesor de sociología en la Universidad de Salamanca.
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