Como lágrimas en la promoción
Solo he pedido un autógrafo en mi vida y fue de forma interpuesta. Harrison Ford promocionaba el innecesario remake de Sabrina que en 1995 firmó Sydney Pollack y yo le supliqué a un colega que iba a entrevistarlo en Los Ángeles que me trajese algo suyo, cualquier cosa. Mis deseos se materializaron en una fotografía firmada con un lacónico “Para Elsa”. Conservo la imagen de la vergüenza, aunque no sé muy bien dónde, junto a otra de Jeff Bridges con el torso desnudo en Contra todo riesgo, película que vi con mis compañeras del colegio en estado de éxtasis. Ford y Bridges siguen siendo a mis ojos un ideal masculino difícilmente superable. Hombres guapos sin atisbo de vanidad; sencillamente, te fiarías de ellos. Ford es un hombre hecho a sí mismo que valora la humildad y el trabajo bien hecho, sus principios parecen básicos y sólidos. Un observador que admira a las personas cultas precisamente porque a él se le privó de una buena educación. Bridges por el contrario es un príncipe, producto perfecto del nepotismo de Hollywood. El cachorro de una élite que, con talento e inteligencia, le cerró la boca a una comunidad que veía en él a un enchufado. Mientras Ford se ganaba la vida trabajando de carpintero en casas de Malibú, Bridges y su familia eran invitados de honor en esas mansiones. Hoy ambos no solo representan un Hollywood en extinción sino también un tipo de masculinidad clásica tamizada por la experiencia jipi.
"Cuando se estrenó ‘Blade runner’ nos enamoramos de Deckard, queríamos ser sexis como una replicante"
Con esa dualidad ha sabido jugar Bridges, capaz de hacer igual de creíble a El Nota de El gran Lebowski y al ranger texano de Comanchería. Ford también la ha llevado a muchos de sus personajes más populares, en los que el viejo y el nuevo mundo confluyen en la personalidad de un outsider como Han Solo, siempre en la frontera de La guerra de las galaxias, o en el errante arqueólogo Indiana Jones. Si la cosa se dividiese entre los hombres flor de loto, que cada mañana saludan al sol, y los duros de mollera, obstinados en sus cosas, sean cuales sean esas cosas, Ford y Bridges pertenecerían a este segundo grupo, por el que, sobra decirlo, yo siento debilidad.
La segunda parte de Blade runner se estrenó hace unas semanas en España y es imposible no recordar lo que supuso esa película. Nos enamoramos de Deckard, queríamos ser sexis como una replicante y aprendimos que la casa Ennis no era un decorado futurista sino un hito de inspiración maya y azteca del arquitecto Frank Lloyd Wright. Por desgracia, con el tiempo también averiguamos que ese futuro contaminado y asfixiante que dibuja la película se volvía presente y una parte de la población, indocumentada, explotada y perdida, sobra. Precisamente una pregunta en torno al paralelismo con los refugiados y la capacidad del buen cine para despertar conciencias, hecha por la periodista Begoña Piña en una de las entrevistas en grupo realizadas en Madrid durante la promoción de la secuela, provocó lo que nadie podía prever: las lágrimas del imperturbable actor de 75 años. Incapaz de controlarse, Ford abandonó la habitación y no volvió hasta que no se le pasó el llanto por una pregunta que, según explicó luego, daba sentido a toda su carrera. “No me ha ofendido, me ha conmovido”, se disculpó ante la estupefacta redactora. Harrison Ford es un actor que no suele hacer grandes declaraciones ni se moja con asuntos políticos, tampoco parece amigo de montar el numerito, y quizá solo por eso sus intempestivas lágrimas perdurarán como el más rotundo alegato de un intérprete de pocas palabras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.