Carlos Barral ante el buzón de correos
El escritor y editor fue campeón de coloquios virtuales, cuando no había ni puente aéreo ni Ave, sino voluntad de entendimiento, alegría de encontrarse
Carlos Barral en 1989. Acaba de ser lanzado por el Senado, donde fue capital su contribución a la legislación sobre derechos de autor, a la penitencia exterior. No lo eligieron por Tarragona, su lugar en la política, y se dispone a escribir, junto a un vaso de agua, su carta de despedida al presidente de la alta Cámara, Juan José Laborda, socialista como él. Ya bebe menos de la cuenta, de hecho esa noche tan solo bebió un vaso de vino blanco, seco, pero esa tarde, en su casa oscurecida del otoño de Barcelona, es un esqueleto elegante y descuidado que redacta una carta como si estuviera escribiendo Metropolitano o Años de penitencia.
Carlos Barral, editor por casualidad
Carlos Barral tenía 61 años al morir en 1989. Su nieto, también editor, traza aquí la semblanza de su abuelo
Es estrafalario en el vestir (de hecho, sus últimos recuerdos en Calafell son los del poeta y editor y político casi desnudo, ante el mar, vestido con un bañador de adolescente, acaso ungido por la sal de entonces), pero ese día va arreglado, como si fuera a hacer un viaje corto, a Madrid, por ejemplo. Y el viaje que hace, en realidad, es a Correos, al buzón que está cerca de su casa, en la otra acera. “¿Me acompañas?” Ya en el otro lado el poeta muestra la carta al amigo que va con él, la abre un momento, antes de cerrarla de nuevo. Es un mamotreto, “¿Tú crees que Laborda se cansará en el segundo párrafo?” Luego le respondió Laborda, que es letraherido como lo fue Carlos, y de esa correspondencia queda memoria en un libro que publicó Mario Muchnik, compañero de Barral en el viaje crucial del español del siglo XX.
Detengamos a Barral con ese sobre en la mano, voluminoso como unas memorias, en el que se incluye la carta de despedida de la política y, qué rabia, de la vida, pues moriría 12 días más tarde, en Barcelona, de todas las enfermedades que ese cuerpo enjuto iba contando como si los huesos y la carne escasa y la voz raspada hablaran con el trueno de lo que no se disimula. Él, Muchnik, Beatriz de Moura, Jordi Herralde, Josep Maria Castellet, Carmen Balcells, Jaime Salinas, Javier Pradera, tantos otros, fueron, con escritores como Juan García Hortelano, Juan Marsé, Ángel González, Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma, tantos otros, los generadores extraordinarios del mejor tiempo editorial del español en Cataluña. Habría que sumar, claro a Josep Vergès, a Andreu Teixidor, a José Manuel Lara, a Rafael Soriano, a Rafael Borrás, a tantos otros, de Barcelona y de Madrid. Todos ellos se empeñaron en continuar ese diálogo que proclamaron desde las estanterías las librerías de entonces, las que siguen y las que se quedaron por el camino, quijotes de la conversación interminable de la que en BABELIA escribía Jordi Gracia hace semana y pico.
Barral fue el campeón de esos coloquios virtuales, cuando no había ni puente aéreo ni Ave, sino voluntad de entendimiento, alegría de encontrarse. En aquel Madrid del Senado Barral se hizo otra vez cónsul general de los idiomas. Y cuando se fue, cuando ya se estaba yendo, escribió aquella carta, y cuando la introdujo en la ranura se fijó en la inscripción del buzón y gritó desde el otro lado de la acera, en medio de la carcajada de plata vieja que fue su voz:
--¡Has visto! ¡¿Qué dirían en Madrid si saben que aquí se les llama Provincias?!
Carlos Barral, capital mayor del entendimiento.
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